Llegó hasta nosotros un terrible rumor sobre ciertos acontecimientos en Occidente. Nos decían que Roma estaba sitiada, y que la única salvación para sus ciudadanos era que la pudiesen comprar con oro, y que después de ser despojados de éste fueron sitiados de nuevo, de manera que no solo perdieron sus posesiones, sino también sus vidas. Nuestro mensajero transmitió las noticias con voz entrecortada y apenas podía hablar debido a sus sollozos".
Las cartas del santificado Jerónimo de Estridón transmiten con toda la crudeza la conmoción que se extendió por gran parte del mundo occidental en el año 410. Roma, "la ciudad que había conquistado el mundo, había sido capturada". Las tropas bárbaras comandadas por el temido Alarico habían subyugado a fuego y espada la que durante ocho siglos se había mostrado como la capital inexpugnable del imperio más poderoso del orbe.
"¿Quién puede estar a salvo si Roma perece?", se preguntaba angustiado el traductor de la Biblia al latín, al que la noticia había alcanzado en Jerusalén. Y fue allí, en la ciudad sagrada, donde entendió que aquel castigo divino no podía ser sino un presagio del fin del mundo: "Con una ciudad perece el mundo entero".
La visión de la capital de la civilización sometida a los excesos de los pueblos bárbaros alimentaba aquellos lúgubres pensamientos. Hacía varias décadas (siglos, incluso) que las fronteras del Imperio Romano se veían sometidas a la presión de un sinfín de pueblos procedentes de las más remotas regiones, que ponían a prueba la solidez de su poder, evidenciando los primeros síntomas de debilidad. Desastres militares como la batalla de Adrianópolis, en la que el emperador Valente perdería la vida, serían prueba palmaria del peligro que se cernía sobre el imperio. Pero nunca nadie antes había osado llevar su desafío hasta las puertas de la Ciudad Eterna.
El Imperio sufría desde hacía décadas la presión de los pueblos bárbaros, pero ninguno había llevado su desafío hasta la Ciudad Eterna
El saqueo de Roma, producido el 24 de agosto de 410, fue la culminación de 15 años de rebeldía goda, que Roma no había sabido contener. Tres lustros en los que, liderados por Alarico, aquellos hombres habían llevado su amenaza primero a Constantinopla, luego a Atenas, más tarde a Milán y finalmente a la capital del imperio. Un ejército mercenario compuesto por entre 30.000 y 40.000 hombres, de diversas procedencias, se había levantado contra las ciudades más poderosas de la época dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias.
Pero aquel largo viaje no tenía como fin la destrucción del Imperio. Al contrario, Alarico y sus hombres lo que buscaban era sentirse parte del mismo. Así lo explica el profesor Javier Arce en su obra Alarico. La integración frustrada (Marcial Pons, 2018), en el que observa que "Alarico representa el modelo de la integración, o intento de integración de los pueblos exteriores al Imperio Romano". Un intento que chocaría con la cerrazón de una sociedad, la romana, en la que existía una corriente muy fuerte contraria a aceptar a los pueblos bárbaros como iguales.
De hecho, la rebelión de Alarico y los suyos surge ante la consideración de que son utilizados por los romanos como ciudadanos de segunda categoría. Tras la batalla de Frigidus, en la que los godos son empleados en una misión casi suicida, en la que perecen cerca de 10.000 hombres, deciden que ha llegado la hora de recibir una recompensa suficiente por sus servicios: Alarico reclama un puesto de mando para él en el ejército romano y un lugar donde asentarse para los suyos. Primero lo intenta en el Imperio de Oriente y ante la falta de una respuesta favorable asola un gran número de ciudades griegas. Y desde inicios del siglo V pone sus ojos en la Península Itálica, donde buscará que el emperador Honorio satisfaga sus demandas.
Como explica Arce, este movimiento de Alarico y sus tropas desató el pánico en territorio italiano. El recuerdo de lo que habían hecho en Grecia alimentaba la preocupación y, "en Milán, donde residía la Corte y la Administración se hablaba de trasladar la corte a Arlés en la Galia. Muchos huyeron a las islas de Córcega y Cerdeña". Sin embargo, aquel primer movimiento de los godos contra Italia fue repelido por el ejército romano, encabezado por otro bárbaro, Estilicón, que, consciente de la capacidad militar de los invasores, quiso convertirlos en aliados, que pudieran ayudarle en los muchos frentes que por entonces mantenía abiertos el Imperio Romano.
Pero también Estilicón acabaría siendo víctima de la corriente antigermánica que se extendía por la Corte y que provocaría su asesinato y el de sus más próximos colaboradores en el año 408. Aun sin el respaldo del que había sido su principal valedor ante Honorio, Alarico seguiría probando la vía diplomática para alcanzar un acuerdo con la máxima autoridad del Imperio. Pero las continuas negativas de éste le obligarían a redoblar su desafío. "La historia de Alarico es la historia de una frustración personal", comenta Arce, quien explica que la negativa del emperador a otorgar mando en el ejército al líder godo ni un lugar donde asentarse a su pueblo pudo responder a una simple cuestión de descofianza, en un momento en el que la debilidad del poder imperial alimentaba los recelos de los gobernantes.
Antes del saqueo de 410, las tropas de Alarico sometieron a Roma a dos sitios que llevaron el hambre y la muerte a la ciudad
Fue entonces cuando Alarico se dirigió con sus hombres hacia Roma. No era allí donde se encontraba Honorio, que había decidido refugiarse en la mucho menos accesible ciudad de Rávena. Pero además de ser un lugar del que parecía fácil obtener riquezas, la Ciudad Eterna representaba un símbolo que, según entendía aquel bárbaro, los gobernantes del imperio no podían dejar caer. "Pero Alarico no calculó que a Honorio lo que pasara en Roma no le importaba gran cosa", apunta Arce en su libro.
Así, en el otoño del 408, pocas semanas después de que los godos pusieron sitio a la gran urbe romana -en la que vivían cerca de 500.000 personas-, bloqueando el abastecimiento de alimentos, "la ciudad-estado que había gobernado el mundo conocido, patria de los antiguos dioses, del Dios de los cristianos y del Senado, se convirtió en una tumba, en una desolada y malsana ciudad fantasma", describe Simon Baker en Roma: Auge y caída de un Imperio (Crítica, 2009), antes de detallar que "las raciones diarias de comida se redujeron dos tercios y la población moría por millares. Al no poder sacar los cadáveres de la ciudad, alfombraban las calles, y el hedor que despedían era como una nube miasmática que cubriera la ciudad. Con la proximidad del invierno, algunos practicaron el canibalismo". Y sin embargo, el emperador apenas movió un dedo para salvar la ciudad.
Las tempranas amenazas de los romanos de que emplearían sus fuerzas para defenderse solo encontraron la burla de Alarico -"cuanto más espesa es la hierba, más fácil es cortarla", les espetaría- y finalmente se vieron obligados a atender sus excesivas exigencias de riquezas: cuando le preguntaron qué les quedaría si le entregaban todo lo que demandaba, el líder godo se limitaría a responder de forma fría: "La vida".
Y de hecho, tanto entonces como en el posterior sitio de la ciudad, solo un año después, los hombres de Alarico evitarían emplear la fuerza contra los ciudadanos romanos. Para él, la presa de Roma solo tenía sentido como carta de negociación, pero todos sus esfuerzos se veían frustrados por la negativa de Honorio. Sus primeras exigencias fueron menguando hasta apenas reclamar un lugar donde asentarse con los suyos en la región de Norico (en torno a la actual Austria). Pero lo que pretendía ser un gesto que favoreciera el acuerdo fue entendido por la Corte imperial como una muestra de debilidad y, una vez más, la respuesta fue un no.
Alarico, que en los últimos tiempos se había enfrentado al malestar de los suyos por su empeño en seguir negociando, se dejó llevar por la furia y se decidió a arrasar Roma. Eran los últimos días de agosto cuando el ejército godo volvió a presentarse ante las murallas romanas con la intención, esta vez sí, de asestarle un golpe mortal. "El estruendo que saludó a Alarico cuando éste salió de su tienda para ponerse al frente de las tropas aumentó hasta hacerse ensordecedor e incontenible. Roma estaba atada de pies y manos, humillada. Hacía casi dos años que Alarico había levantado la espada sobre el cuello de la ciudad y ahora iba a abatirla". La visión desde los muros de la ciudad de aquellos 40.000 hombres preparados para lanzar el ataque debía resultar aterradora.
El asalto de Alarico no fue tan dramático como se podía temer, pero precipitó la desintegración del poder imperial
La noche del 24 de agosto de 410 fue el momento elegido para el ataque. Los asaltantes contaron con ayuda desde dentro de la ciudad: alguien -quizás algún esclavo sobornado, tal vez un ciudadano que solo pretendía que la agonía no se alargara- abrió la Puerta Salaria para facilitarles la entrada. La capital del Imperio caía en manos de los bárbaros. "Roma había dejado de ser eterna", escribe Marcel Le Glay en Grandeza y caída del Imperio Romano.
Y sin embargo, lo cierto es que, pese a la impresión que causaría la noticia, "el asalto a la ciudad no tuvo consecuencias dramáticas y hay que matizar la visión de la catástrofe total", afirma Arce. Para Alarico aquel golpe no significaba más que la demostración de su fracaso y, aunque dispuesto a desatar su ira, en el asalto a Roma se mantendría fiel a su deseo de no precipitar el desastre del Imperio. El respeto a las iglesias y a quienes buscaron refugio en ellas es la mejor prueba de que entre las pretensiones de los invasores no estaba la de reducir la ciudad a las cenizas. "Aparte de un incendio en los jardines de Salustio, los romanos perdieron sobre todo su orgullo y sus posesiones", comenta Philip Matyszak en el capítulo dedicado a Alarico en su obra Los enemigos de Roma.
Fueron muchos los romanos que lograron salir con vida de aquel saqueo, que se extendió durante tres días, y existen evidencias de que poco tiempo después Roma volvía a mostrar cierto dinamismo. "La verdad es que en contra de todas las probabilidades el Imperio de occidente volvió a levantar la cabeza", reconoce Baker. Pero el golpe había sido duro y la recuperación había exigido un precio muy alto. Roma había dejado de aparecer como invencible; su poder ya nunca más dejaría de estar cuestionado. Y, a la postre, como explica Le Glay, el golpe del 410 acabaría siendo un hito fundamental en la desintegración del poder imperial y el nacimiento de los estados nacionales.
Alarico no llegaría a ver nada de esto, pues solo unos meses después, tras ver también frustrados sus planes de trasladarse con su pueblo hacia África, le alcanzaría la muerte en la ciudad de Cosenza. Pero las huestes que le acompañaban acabarían siendo el embrión de uno de aquellos estados nacionales que sustituirían el poder del Imperio de Occidente. El Reino Visigodo de Tolosa y, poco después, de Toledo sería, en cierto modo, el fruto tardío de su osadía.
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