El único turrón fabricado en Latinoamérica no tiene nada que ver con el de Jijona. Se llama turrón de Doña Pepa, se fabrica en Perú y esconde un pasado de miserias: el de los esclavos negros que fueron a parar a América del Sur.
El turrón de Doña Pepa es famoso en Perú como los son alfajores en Argentina o los brigadeiros en Brasil. Se parece más a un bizcocho que al turrón de Jijona y se toma en octubre, no en Navidad. Tampoco se usa almendra en su elaboración, sino harina.
Hay muchas diferencias y escasos parecidos. Si acaso que los dos descienden de recetas antiguas. Los estudios de la tradición culinaria alicantina –que los hay- aseguran con pruebas en la mano que en Jijona se fabricaba turrón en el siglo XVI-. El de Doña Pepa empezó a cocinarse dos siglos después en Lima, según la mitología popular, porque no hay documentos que lo certifiquen.
Esa ausencia de testimonios escritos ha propiciado que el turrón peruano se atribuya a dos orígenes distintos, uno religioso y otro laico. Lo cuenta cualquiera de las webs de las empresas que fabrican hoy de modo industrial este postre, tres siglos después.
El más extendido en Perú es el que conecta el nacimiento del dulce directamente con Dios. La protagonista se llama Josefa Marmanillo. Era una mujer negra de mediana edad que vivía en el valle de Cañete, cercano a Lima. Nació esclava, en una fecha indefinida de mediados del siglo XVIII.
Era una más de la minoría negra de Perú, descendiente de los primeros esclavos que trasladaron al subcontinente las potencias colonizadoras (con España y Portugal a la cabeza). Ser negro en la Suramérica del siglo XVIII era peor aún que ser indio. En Perú, los indígenas llevaban sometidos a los colonizadores desde la llegada de Francisco Pizarro, doscientos años atrás; pero los afroamericanos siempre vivieron esclavizados.
A partir de 1570, “Lima fue para el Pacífico lo que Cartagena de Indias para el Atlántico, y la población negra no dejó de incrementarse”, escribe José Luis Cortés en un esclarecedor artículo publicado en la revista Mundo Negro. El autor, especializado en el continente africano, detalla que en 1586 la población de color en Lima ascendía a 4.000 personas. En pocas décadas se multiplicó hasta superar con creces al número de españoles que vivían en la capital.
De ello fue testigo el teólogo carmelita Antonio Vázquez de Espinosa. El religioso español, nacido en 1570, recorrió durante años buena parte de las posesiones españolas en el subcontinente. El resultado del azaroso viaje fue un estudio con profusión de detalles titulado Compendio y descripción de las Indias Occidentales.
Vázquez de Espinosa cuenta cómo era Lima a comienzos del siglo XVI y aporta datos sobre la población afroamericana. “La ciudad es muy populosa. Tendrá de 9.000 a 10.000 vecinos españoles”, explica el fraile. Y añade: “Hay más de 50.000 negros, mulatos y otra gente de servicio, y hay un gran número de indios […] que viven en los arrabales de la ciudad y por toda ella”.
Ser negro y vivir en el Perú de aquella época equivalía a trabajar como esclavo en los campos de caña de azúcar o en el servicio doméstico. No había salida ni esperanza en la Tierra, de ahí que la Iglesia Católica detectara pronto un filón para captar más fieles en el Nuevo Mundo.
“Los esclavos afrodescendientes quedaban al margen de la sociedad peruana. Pero, al tratarse de un porcentaje importante la población, la Iglesia Católica empezó a instituir cofradías en las zonas donde la concentración era muy elevada, como en la capital”, escribe Elisa Cairati en su ensayo Tras las huellas de la negritud en el Perú. Doctora en Lengua y Culturas Extranjeras por la Universidad de Milán, Cairati explica que “las cofradías representaron un lugar de refugio y asociación de esclavos pertenecientes al mismo grupo étnico de procedencia, con finalidades de recreo y mutua ayuda”.
Con el tiempo, las cofradías irían ganando adeptos. Y algunas se harían enormemente populares. Como la del Señor de Los Milagros, el Cristo más venerado de Lima, el mismo que, según la leyenda, curó a Josefa Marmanillo, la futura Doña Pepa.
El mito dice que la esclava sufría una enfermedad degenerativa que le fue atrofiando los brazos. Cuando tenía las extremidades prácticamente inmóviles, los dueños decidieron concederle la libertad: era una tullida, ya no servía para trabajar. A Josefa Marmarillo le esperaba una vida tan trágica como la anterior, libre pero discapacitada para ganarse el sustento en un país donde los negros sólo importaban como mano de obra gratis.
Siempre según la leyenda, la antigua esclava acudió a la procesión del Señor de los Milagros. La imagen original del Cristo fue pintada por un esclavo –también negro, de origen angoleño- en la pared del altar del Monasterio de Las Nazarenas. Tras sobrevivir sorprendentemente a un terremoto en 1687, las autoridades eclesiásticas empezaron a barajar la tesis del milagro y decidieron hacer una copia al óleo para sacarla en procesión.
A partir de 1688, el Señor de los Milagros empezó a recorrer las calles de Lima una vez al año. La tradición se mantiene hoy, el primer sábado de octubre. Y con tremendo éxito: es la procesión más multitudinaria del país y una de las mayores de Latinoamérica.
Las calles de Lima no estaban tan abarrotadas cuando la imagen pasó por delante de Josefa Marmanillo. Justo en ese instante, según la versión apta para creyentes, se vio curada repentinamente de sus males.
La otrora esclava comenzó una nueva vida, sana y libre. Habilidosa en los fogones, inventó un pastel que causó furor en la familia y el vecindario. Decidió ofrecérselo al Cristo, en señal de agradecimiento. Y así lo hizo, en la procesión del año siguiente. La receta acabó pasando de mano en mano. Al pastel se le llamó turrón y a la cocinera, Doña Pepa.
El dulce quedó bautizado para la posteridad. El turrón de Doña Pepa se sigue comiendo en Perú en octubre, coincidiendo con los ritos religiosos en honor del Señor de los Milagros. Aunque la versión industrial puede encontrarse cualquier día en el supermercado.
Circula, incluso, una versión de la historia para no creyentes, cuya veracidad es tan imposible de corroborar como la católica. Doña Pepa, una esclava de color con buenas dotes para la cocina, habría acudido a un suerte de concurso en Lima para elaborar un pastel. Y habría ganado con un dulce que se parece al verdadero turrón sólo en el nombre.
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