En unas esquinas del centro histórico de Roma existen seis estatuas, olvidadas, a la que casi nadie hace caso. Algunas de ellas parecen abandonadas. Es lo que queda de las “estatuas que hablan”, la “red social” que el pueblo romano creó en el renacimiento para expresar su resentimiento contra el poder, su descontento frente a los abusos de los nobles y las sátiras para ridiculizar la hipocresía de la Iglesia.
Los romanos les llaman “Pasquines”. El nombre procede de la más famosa de las estatuas, un torso, posiblemente de Heracles o de Agamenón, encontrado cerca del antiguo estadio de Domiciano en 1501 durante los trabajos de remodelación de la ciudad. Cuenta la leyenda que cerca del fragmento se encontraba el taller de un sastre o de un barbero llamado Pasquín, de ahí el nombre. La estatua de Pasquín se encuentra hoy en la plaza que lleva su mismo nombre a lado de Piazza Navona.
“Más probablemente hay que reconducir el origen de los pasquines a unos certámenes de poesía organizado por los profesores del Archiginnasio, la entonces universidad de Roma, a principios del siglo XVI”, cuenta la investigadora Estrella Torrico a El Independiente. Esta joven documentalista, que ha trabajado para el Instituto Cervantes de Roma, ha recopilado en el volumen Estatuas que hablan: antología de pasquines sobre España (Silex).
Antes de la libertad de prensa
“Justo como ocurre ahora en los países sin democracia, las autoridades eclesiásticas intentaron censurar los pasquines. El papa Adriano VI estuvo a punto de tirar la estatua de Pasquín en el Tíber, pero un sector de los cardenales le convencieron de que era mejor dejar espacio a una cierta disidencia controlada antes de enfrentarse directamente con el pueblo”, explica Torrico. A lo largo de la ciudad de Roma otras estatuas empezaron a funcionar como nodos de una red de libre expresión que funcionó hasta finales del siglo XIX.
Torrico ha recopilado 45 “pasquines sobre España o sobre personajes históricos españoles. Algunos exaltan la figura del emperador Carlos I, otros se mofan de sus embajadores o de los cardenales españoles. Bajo la máscara del anonimato, el populacho romano podía atreverse a indicar con nombre y apellidos las víctimas de sus sátiras sin temor a castigo. A veces incluso las estatuas de la ciudad se “retuiteaban” entre ellas, creando verdaderos diálogos sobre los temas que generaban descontento en la población. La tradición de los pasquines sigue con vida en la Roma actual. El ayuntamiento ha puesto al lado de la estatua una columna donde cualquier ciudadano puede dejar su inventiva.
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