Las risas y los cánticos de los soldados se alzaban desde el interior de la iglesia de Baler para sorpresa de sus enemigos. Aquellos hombres que celebraban el día de Navidad de 1898 con tal espíritu festivo acumulaban ya casi seis meses de encierro tras aquellas paredes, hostigados por cientos de insurgentes filipinos y sufriendo dramáticas privaciones. Hasta el punto de que ya por entonces habían tenido que enterrar a varios de sus compañeros, víctimas de la deficiente alimentación y la escasa higiene que podían permitirse. Y sin embargo, su disposición a resistir se mostraba aún inquebrantable.
Lo que no sabían aquellos hombres, sitiados en un pequeño y aislado pueblo de la isla filipina de Luzón, era que la lucha que estaban librando carecía ya de todo sentido. Sólo unos días antes, el 10 de diciembre, el Gobierno español había firmado en París un tratado de paz por el que traspasaba a Estados Unidos el control de sus últimas colonias.
Ya antes de iniciarse el sitio al que estaban sometidos desde finales del mes de junio, el destacamento formado por unos 50 hombres bajo el mando del capitán de infantería Enrique de las Morenas había tenido noticias del inicio de las hostilidades entre ambos países, tras la explosión del Maine en Cuba, e incluso habían llegado a conocer el fatal desenlace de la escuadra española dirigida por el contraalmirante Patricio Montojo en la batalla de Cavite, el 1 de junio de 1898.
El 10 de diciembre de 1898 el Gobierno español había cedido a Estados Unidos el control de sus colonias
Pero ninguno de los hombres allí encerrados era capaz de imaginar que los casi cuatro siglos de dominación española sobre Filipinas habían quedado liquidados de forma tan precipitada, ante la ofensiva conjunta del ejército estadounidense y los insurgentes nativos liderados por Emilio Aguinaldo. Una a una las distintas fuerzas españolas repartidas a lo largo y ancho del territorio filipino habían ido cayendo y Manila había capitulado en agosto, tras 100 días de bloqueo. Sólo la defensa numantina de la posición de Baler, con su bandera de España ondeante en la torre de la iglesia, mantenía viva la ilusión de un imperio que ya era historia.
La situación de aquel destacamento había permanecido desconocida incluso para la Administración española en la isla hasta, al menos, el mes de diciembre, cuando comenzaron las gestiones para lograr su liberación, para lo que se enviaría al capitán Carlos Belloto, precisamente en aquellas fechas navideñas, a instarles a rendirse.
Sin embargo, la desconfianza era total entre los sitiados, ya entonces dirigidos por el teniente Saturnino Martín Cerezo -tras la muerte de De las Morenas en noviembre-, quien despachó todos los mensajes sobre la derrota española en Filipinas como meras tretas del enemigo para forzarles a rendirse. "Esta es la historia de una paranoia. Saturnino Martín Cerezo es incapaz de comprender que la suerte está echada, que España ha perdido la joya de la corona asiática", escribiría el periodista Manuel Leguineche, autor de Yo te dire... La verdadera historia de los últimos de Filipinas (Aguilar, 1998).
Parapetados tras los recios muros de la iglesia de Baler, capaz de resistir los intermitentes ataques de artillería de los sublevados filipinos, las tropas españolas se mostraban dispuestos a soportar las penurias del encierro, confiados en que más pronto que tarde un ejército de compatriotas acudiría en su auxilio. "Curiosamente, entre las filas españolas, el total desconocimiento de los acontecimientos sucedidos en el archipiélago permitió que el destacamento mantuviese intacta su esperanza de recibir prontos auxilios, permitiendo así que precisamente esta ignorancia se convirtiese en el acicate en el que se basaba su tenacidad", corroboran Miguel Leiva y Miguel Ángel López de la Asunción en su obra Los últimos de Filipinas. Mito y realidad del sitio de Baler (Actas, 2016).
Obviamente, las dificultades del asedio también dieron lugar a tensiones y hasta a un total de cinco deserciones entre los 56 hombres que llegaron a estar encerrados tras las paredes de la iglesia de Baler (54 inicialmente más dos curas que se unirían al contingente tras ser enviados por los filipinos para convencerles de que se rindieran). Los sitiadores trataban de tentarles, montando fiestas y mostrando mujeres semidesnudas en los alrededores de la iglesia.
La escasez de víveres llevó a los soldados españoles a alimentarse de cualquier animal que cayera en sus manos
La convivencia diaria con el hambre, la enfermedad y la muerte (hasta 19 de aquellos hombres fallecieron tras las paredes de la iglesia) no restó firmeza ni eficacia a una resistencia que no se limitó, ni mucho menos, a una espera pasiva sino que estuvo jalonada de acciones de verdadero heroísmo como cuando, el 14 de diciembre, el cabo José Olivares, al frente de un grupo de 10 hombres, organizó una salida fuera de la iglesia y, pillando desprevenido al enemigo, prendieron fuego a más de 100 casas y destruyeron las trincheras enemigas más próximas al templo, logrando así despejar un área de 200 metros alrededor del mismo.
Aquella maniobra aliviaría mucho la situación del destacamento, favoreciendo una mejor defensa del sitio, una mejor ventilación e iluminación y permitiría aprovisionarse de hojas de calabacera, calabazas, tallas de platanera y de bonga, naranjas y hierbas, que resultarían fundamentales para superar el brote de beri-beri que hacía estragos entre las tropas recluidas en aquella iglesia de 300 metros cuadrados.
Pero nada de esto resultaba una solución definitiva a la escasez de alimentos a la que debían enfrentarse, que se haría cada vez más acuciante, y que llevaría a los sitiados a alimentarse de todo tipo de animales que cayeran en sus manos, desde roedores, reptiles, iguanas o caracoles a insectos, cuervos, perros o gatos.
En aquellas circunstancias, de las que el enemigo llegaría a ser consciente por la información suministrada por los desertores, era fácil prever una pronta rendición de la guarnición. Pero, al contrario, su decisión de resistir parecía cada vez más tenaz. Si De las Morenas ya había advertido al enemigo, al inicio del asedio, "que si se apodera de la iglesia será cuando no encuentre en ella más que cadáveres, siendo preferible la muerte a la deshonra", su sustituto al mando, Martín Cerezo, estaba determinado a llevar aquel propósito a las últimas consecuencias.
Y ni siquiera la llegada a Baler del teniente coronel Claudio Aguilar, perteneciente al Estado Mayor del general Diego de los Ríos, hizo doblegar la voluntad de un Martín Cerezo que llegó a creer que el barco que había trasladado a Aguilar hasta aquel lugar no era más que un burdo engaño de los filipinos, fabricado de cañas y esteras, y los periódicos españoles que éste le había dejado, con noticias sobre la pérdida de las colonias, una lograda falsificación.
La obstinación de aquellos hombres llegaría a alimentar teorías de lo más diversas sobre las razones que la sustentaban, llegándose a decir que el teniente Martín Cerezo había asesinado a De las Morenas y se negaba a rendirse para no tener que asumir el castigo.
Todo esto tenía lugar en un momento en que los ya escasos víveres, consistentes en poco más que harina ya fermentada, habichuelas infestadas de gusanos y latas de sardinas en muchos casos putrefactas, estaban próximos a agotarse. Ante esta situación, la guarnición organizó un plan de evasión para, sorteando el cerco al que les tenían sometidos los filipinos, internarse en la selva que rodeaba Baler y emprender la difícil marcha hasta Manila.
La noche del 1 de junio Martín Cerezo descubrió que los periódicos que anunciaban la pérdida de Filipinas eran reales
La noche elegida para la fuga era la del 1 de junio. Pero los filipinos, avisados por un reciente desertor de las intenciones de los hombres de Martín Cerezo habían reforzado la vigilancia y tenían sometidos los alrededores de la iglesia a un fuego que hacía de cualquier intento de escapada un auténtico suicidio. La huida tendría que esperar.
Esa misma noche, no obstante, al releer los periódicos que Aguilar les había dejado, Martín Cerezo reparó en una noticia de escasa relevancia pero que, como él mismo contaría tiempo después, "fue como un rayo de luz que lo iluminara todo de súbito". El teniente Francisco Díaz Navarro, un antiguo amigo suyo, había solicitado destino en Málaga, un plan que ya le había revelado años antes. Una noticia así no podía haber sido inventada por los filipinos. El periódico era real y eso significaba que "aquel territorio que defendían ya no pertenecía a España y, por tanto, la resistencia que mantenían cuando se cumplía el día 337 de asedio carecía de sentido. La pregunta que se repetía una y otra vez era ¿y ahora qué?", señalan Leiva y López de la Asunción.
Cuando Martín Cerezo comunicó al resto de la guarnición su descubrimiento, la rabia asomó a los rostros de aquellos hombres, muchos de los cuales llegaron a derramar lágrimas. Algunos aún se manifestaban a favor de mantener el plan de huida, temerosos de las represalias de los filipinos -a los que habían hecho unas 700 bajas a lo largo del asedio- pero, finalmente, acabó imperando la decisión de rendirse.
En la mañana de aquel 2 de junio de 1899, hace ahora 120 años, el soldado encargado hizo sonar su corneta y una bandera blanca anunció a los sitiadores la voluntad del destacamento español de rendirse, lo que se plasmaría, pocas horas después, en un acuerdo por el que las fuerzas filipinas, al frente de las cuales se encontraba el coronel Simón Tecson, se comprometían a entregar a aquellos hombres a las autoridades españolas, sin considerarlos prisioneros de guerra.
A los 32 supervivientes, los últimos de Filipinas, aún les aguardaba un pesado viaje de casi un mes hasta llegar a Manila, donde recibieron notables muestras de reconocimiento por la gesta que habían protagonizado. Incluso el caudillo de los independentistas filipinos, Aguinaldo, los consideraría acreedores "de la admiración del mundo", por el "valor, constancia y heroísmo de aquel puñado de hombres, que aislados, sin esperanzas de auxilio alguno, han defendido su bandera por espacio de un año, realizando una epopeya tan gloriosa y tan propia del valor de los hijos del Cid y de Pelayo".
Estos halagos, sin duda, aliviarían la inevitable sensación de inutilidad de cuantos esfuerzos habían mantenido durante casi un año para defender un imperio que ya no existía.
Sin embargo, en la España melancólica de finales del siglo XIX no había mucho lugar para los festejos y la gesta de Baler iría cayendo poco a poco en el olvido. Así, cuando finalmente llegaron a España el 1 de septiembre, al desembarcar en Barcelona, "el recibimiento no resultó multitudinario, ni el Gobierno estimó necesario recibir al destacamento con honores militares", explican Leiva y López de la Asunción.
La última bandera del imperio se había arriado. A España le tocaba pasar página. En aquella iglesia de apenas 300 metros cuadrados se habían consumido los restos de cuatro siglos de dominio ultramarino.
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