En 1992, con el PSOE en el Gobierno, se celebró el quinto centenario del llamado Descubrimiento de América. Las instituciones oficiales dieron el paso al frente que ahora no han dado para rememorar las gestas de Hernán Cortés en la conquista de México. Lo hicieron mostrando, aun así, ciertos complejos y errores. Y no solo el Gobierno. Sirva como ejemplo lo sucedido con el bienintencionado proyecto de colección de libros que se gestó en aquella época desde Diario 16: recuperar los principales textos que recogían la impronta española en tamaña empresa. Algo que ni el franquismo atisbó a realizar. Pena que, por ejemplo, los editores del proyecto no colocasen en esos libros ni a una sola tribu norteamericana en su sitio, confundiendo los nombres de varias. La impresión general es que seguimos sin apreciar a fondo lo que, como decía Alberto Cardín, “tan antañones escritos querían comunicarnos de ese allende los mares, tan ignorado aquende”.
Recién llegado a México, en la primera cena que se organiza en Zamora, me cuentan un chismorreo. Durante un acto celebrado en marzo pasado en el Colegio México, Pedro Sánchez trasladaba al Gobierno mexicano el agradecimiento de la sociedad española por la generosidad del país para con los primeros exiliados de la Guerra Civil. Un historiador español presente en el acto se acercó al Presidente para echarle en cara que el Estado conmemorase los ochenta años de la llegada del barco Sinaia pero que no tuviera previsto un acto similar para recordar los quinientos años de la venida de Cortés. Pedro Sánchez, al parecer, enrojeció. Uno de los comensales de la cena me ofreció una clave: “Allá, los de un lado se olvidan de los quinientos años mientras que los del otro se olvidan de los ochenta”. ¿Por qué no aprovechar este viaje para seguir ambas huellas, ambos rastros?
El cónsul Madero
El que así hablaba era el hijo del que fuera cónsul mexicano en la Barcelona de los años 38-39, el descendiente de una de las personas que más vidas salvó desde la España en guerra hacia México con un nada simple sellado de visado. Jorge Madero es una de esas personas ante las cuales empiezas a entender algo de la vida. Impecable en formalidades, comprensivo en lides, su padre, Luis Octavio Madero, abogado, periodista (fundador del diario El Nacional), diplomático, escritor y poeta mexicano, trató a Jacinto Benavente y a tantos otros. Llegó joven a España, ya casado, porque el presidente Lázaro Cárdenas lo había destinado para la delicada función de cónsul confiando en su común paisanaje zamorano. Cuando estamos tan hastiados de leer cuán interesados y espurios eran los procederes de las partes implicadas en el drama español de la Guerra Civil, resulta reconfortante tener noticia de alguien que ha pasado a los libros como un ejemplo a estudiar en la carrera diplomática.
Quizá nos falten biografías de esas personas que, más allá de los intereses enfrentados, mostraron una vocación por tejer una Patria entendida como lo que debe ser, tierra común. Así la de muchos republicanos que, llegados al Nuevo Mundo de esta manera, digirieron la guerra fratricida sin que la derrota implicara negación de una sindéresis común. Lo peor de la frase “qué importante fue el legado intelectual que dejaron los exiliados” es cuando queda dicha sin más. Publicaciones como Retablo hispánico o su sucesora Las Españas recogen hondas reflexiones sobre el problema de España. ¿Cómo es esto? ¿Rojos recreando las glorias del Imperio? La supuesta contradicción que la guerra inventó se salvaba recurriendo a lo intrahistórico. O a lo que fuera. Palpitaba en México, más que nunca, la necesidad de captar la esencia de España, un alma incorruptible más allá de los accidentes coyunturales. Las firmas: Albornoz, Gaos, Xirau, García Bacca, Rejano, Altolaguirre, Gil-Albert, Jarnés.
Un patrón que se reproducirá en Cuba, Argentina, Uruguay… Como explicó Daniel Tapia, “es como un camino de retorno el que hubiéramos emprendido los españoles desde que salimos de España. No hemos hecho nada mejor los españoles en el exilio que buscarnos y rebuscarnos a nosotros mismos, a nuestra España, dar con ella y con nosotros, entusiasmarnos, tornar a ser quienes éramos, tal cual éramos”. Palabras marcadas entonces por el anhelo de volver a España y hoy por el de comprenderla desde México.
Veracruz
Vuelo desde Zamora a la tropical Veracruz, lugar de entrada a México por antonomasia desde que Hernán Cortés estableciera aquí, mediante una ficción jurídica, el primer Ayuntamiento en tierras mexicanas y, de paso, la inevitable recurrencia de penetrar en el Nuevo Mundo a través de este puerto. Max Aub también llegó a Veracruz, en octubre de 1942, sorteando muchos impedimentos para abandonar Europa tras su liberación del campo de refugiados de Vernet. No tuvo suerte en Toulousse, tampoco en Argelia; finalmente sería otro cónsul mexicano, Gilberto Bosque, el que le permitiría embarcar en Marsella rumbo a América.
Desde el malecón se divisa la fortaleza de San Juan de Ulúa, junto a la estatua que perpetúa la imagen del emigrado español, acarreando una maleta que se adivina ligera sobre su mano derecha. Un kilómetro más lejos, en la zona portuaria, está el monumento que recuerda la llegada del Sinaia, con la siguiente inscripción: “Pueblo libre de México, como en otro tiempo por la mar salada, te va un río español de sangre roja, de generosa sangre desbordada, pero eres tú esta vez quien nos conquista, y para siempre”. En el Zócalo, tras comprar un par de libros sobre los exiliados, tres cajas de veracruzanos y una guayabera para un amigo (“las auténticas son de aquí, no de Cuba, ¿lo sabía usted?”), Víctor, el último asturiano en llegar y que regenta el hotel más elegante de la ciudad, te ayuda a poner los pies en la tierra, a volver al presente: “No puedo con el ahorita de los mexicanos”.
A una hora de viaje en coche, hacia el norte, quedan las maravillosas ruinas de Quiahuiztlan, asombrosamente inadvertidas entre las principales atracciones turístico-arqueológicas de la zona. Desde ellas se aprecia la ensenada en la que Hernán Cortés barrenó, que no quemó, sus naves, determinando así entre sus tropas la opción de poblar (civilizar, a posteriori) la tierra descubierta.
Coincidiendo con mi estancia, arqueólogos de la UNAM han encontrado un ancla, quizás el de la expedición. Mientras lo datan, en las cercanas ruinas de Cempoala, saco de la mochila el libro La ruta de Hernán Cortés del gran periodista mexicano Fernando Benítez, director de El Nacional, la mejor guía para caminar a través del tiempo y recordar, por ejemplo, cómo el Capitán comprendió las posibilidades de éxito de su plan, haciendo política tanto con sus futuros enemigos (las embajadas de Moctezuma) como con sus futuros aliados (los totonacas): “El Imperio de Moctezuma muestra su lado vulnerable. Es un coloso que tiene los pies de barro. Cortés siente que la suerte está con él”.
El 16 de agosto de 1519, Don Hernando dejará Cempoala en busca de la fabulosa Tenochtitlán, atravesando cuatro ecosistemas extremos, con cuatrocientos soldados, quince caballos y trece mil guerreros aliados. Tlaxcala aportará las últimos adendas para la conquista. En coche tan solo se llega a percibir parte de la majestuosidad de esa naturaleza y la extraordinaria habilidad de los conductores para sortear cuatro filas de vehículos sobre carreteras de dos carriles: el arcén como comodín, a 140 kilómetros por hora. Y lo grande que es Puebla, la ciudad en la que una monja inventó el mole, la receta que explica mucho más de lo que este reportaje jamás aspire a mostrar sobre lo que tenemos en común mexicanos y españoles.
Ciudad de México
Llego a la gran capital y quedo con Jorge Madero, que había prometido abrirme las puertas de la librería secreta de su amigo Max Torres. Aparecen en un anaquel los Ciertos Cuentos (Cuentos Ciertos) de Aub, editados en 1955 por la Antigua librería Robredo en dos volúmenes, tonsos. El más exiliado de todos los españoles, como lo bautizó Francisco Ayala, dejó dicho que los nacidos en la piel de toro somos grandes cuando somos cien; más nos entrematamos. ¿Estamos ante el manido cainismo como destino fatal de los españoles, el de los versos de Cernuda? No lo creo. Los escritos mexicanos de Max Aub son un continuo despliegue de estampas de exiliados que no pueden seguir viviendo de la evocación de un pasado que no fue. Aub negará la guerra en maravillosas ucronías, como en la obra sobre su nombramiento como académico de la Lengua, pero a modo de ejercicio literario.
La urgencia del presente se cuela siempre en cada párrafo de lo que escribe, apelando a situarse ante la coyuntura. Así el momento que nos brinda Nacho, el camarero del café Español, en La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco. Leyendo este texto hoy, en el café de la Ópera del centro histórico, se puede hacer uno a la idea: “Los refugiados, que llenan el café de la mañana a la noche, sin otro quehacer visible, atruenan: palmadas violentas para llamar al camarero, psts, oígas estentóreos, protestas, gritos desaforados (…). Nacho, de buenas a primeras, pensó en regresar a Guadalajara. Pudo más su afición al oficio”. Y más adelante: “Los recién llegados no podían suponer –en su absoluta ignorancia americana- el caudal de odio hacia los españoles que surgió de la tierra durante las guerras de la Independencia, la Reforma y la Revolución”. La envidia de morder nunca se sacia, pues no come.
El caso es que Aub, el dramaturgo, el novelista, el ensayista y el periodista del que se decía que dormía junto a la linotipia para explicar su extraordinaria productividad, eligió finalmente el Distrito Federal, la gran metrópoli hispanoamericana, entre otras cosas porque era incapaz de permanecer ajeno a su ebullición, a su vida política y social. La eligió para vivir y para morir. Sus dos viajes a España en 1969 y en 1972, año de su muerte, vinieron a reafirmar la determinación de ser enterrado en México.
No pensó en Coyacán, el paraíso artificial del D.F. donde acababan todos los snobs habidos y por haber de la época, como barrio residencial. Pero lo visitaba, como yo en este viaje. Allí es donde un español (¿exiliado o enviado?) mató a Trostky, cerca del lugar en el que siglos atrás había asentado su hogar Hernán Cortés. Tampoco resulta difícil evocar el pasado mientras comes en el restaurante San Ángel Inn, pues te traslada a la cocina internacional europea de finales de siglo XIX, o admirando la arquitectura colonial de esta alcaldía. La casa de Max Aub queda lejos, en la calle Euclides 5 de Polanco, el “barrio de los ricos”. A las legendarias tertulias de su tercer piso acudían amigos como Alfonso Reyes, León Felipe, Agustín Yáñez, Emilio Prados, Luis Cernuda, José Gaos o Alejandro Finisterre, también exiliado y empresario (inventor entre otras cosas del futbolín). Se jugaba a cartas, se bebía y se charlaba.
Un día Max le expuso a Finisterre la idea de una novela, vertida en forma de misivas, redactadas por las personas que habían conocido en vida al protagonista. Cada epístola se escribiría en el reverso de unos naipes (carta sobre carta) para ser leídas siguiendo el azaroso modo del reparto sobre el tapete, de manera que la lectura del conjunto sería diferente en cada una de las incursiones de la novela que hicieran los lectores, pero a su vez la misma, pues el fin seguiría siendo idéntico en todas ellas: una tarea infinita, imposible por eterna, la de descubrir quién era realmente “Maximiliano Ballesteros”. Corría el año 1964. Finisterre hizo una tirada de 300 ejemplares de aquello que, con el permiso de ulteriores vanguardistas, representa una de las más geniales innovaciones de la producción literaria española, el Juego de Cartas. En ese piso también tuvo su sede la revista de tirada anual El correo de Euclides (se publicaba con ocasión de cada nochevieja), otra de sus invenciones.
Si se traza una recta desde la casa de Aub al café de la Ópera y se extiende sobre el mapa, atravesando una reproducción exacta de cómo eran las ciudades españolas antes del siglo XVII (el llamado Centro Histórico), acaba uno llegando al Zócalo, con su majestuosa bandera de México, que despierta en uno sentimientos distintos a los que se observa a sí mismo cuando pasa por la plaza de Colón de Madrid.
A dos cuadras del monumental escenario donde Hernán Cortés fijó las bases de un ortograma que venía de España para seguir su propio curso en el nuevo Mundo, se encuentra la Iglesia de Jesús Nazareno, donde reposan sus restos según lo dispuesto por el propio Capitán en su testamento. Es Viernes Santo y el templo está abierto. Bajo la atmósfera de ayuno y abstinencia, escuchando las oraciones del cura que oficia la liturgia de la Pasión del Señor, el viajero observa desde su banco la escueta inscripción que sobre un fondo rojo dice Hernán Cortés. 1485–1547, tras la cual supone uno que se hallan los restos tantas veces asediados por distintas banderías, pero que se conservan gracias a las intervenciones de, unas veces, políticos conservadores como Lucas Alamán y, otras, de socialistas exiliados como Indalecio Prieto.
Quizás sea la misma “suerte favorable” que guiaba a los soldados de Hernán Cortés cuando buscaban la “fortuna”, la que haga posible que estos restos se preserven aún. Que sea la misma la que haya operado tras las sindéresis de cada uno de los españoles que han llegado a esta tierra. Si así fuera, resultaría desesperante no asumir, desde la España de hoy, la lección de esta inercia histórica. Vale que España tenga que ser, necesariamente, un campo de batalla. Pero quizás sea México el mejor de los purgatorios para reconducir a tirios y troyanos. “El futuro de España será americano o no será”, dijo el sabio.
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