El 9 de noviembre de 1989 no cayó el Muro de Berlín. Lo derribaron. Los ciudadanos de la extinta República Democrática Alemana (RDA) habían llegado al límite. Querían libertad. Pedían libertad en manifestaciones pacíficas. Empujaron el Muro hasta que se desmoronó. En aquel 1989 casi todos los días eran “históricos”.
Algunos ejemplos. El 23 de agosto se conmemoraron los 50 años de la firma del pacto Ribbentrop-Molotov. El Kremlin, gracias a la política de transparencia (glasnost) promovida por Mijail Gorbachov, había divulgado detalles de aquel pacto. El tratado de no agresión incluía una cláusula por la que Berlín y Moscú se repartían los Países Bálticos, Rumanía y Polonia.
En Estonia, Lituania y Letonia unos dos millones de personas formaron una cadena humana de 700 kilómetros entre las tres repúblicas socialistas, pasando por sus capitales, Tallín, Vilna y Riga.
Su objetivo era denunciar cómo su destino había quedado sellado en aquel pacto infame. Aquella demostración de poder popular se interpreta como el principio del fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Vaira Vike-Freiberga, quien fuera presidenta de Letonia entre 1999 y 2007, recordaba aquella jornada histórica en un encuentro organizado en Madrid por el Instituto Goethe, la Fundación Felipe González, la Friedrich-Ebert Stiftung y la embajada alemana en la capital española.
Fue sorprendente. La llamamos la Revolución Cantada. Los dirigentes se dieron cuenta de que no podían contener a la población", dice Vaira Vike-Freiberga
“Fue sorprendente. La llamamos la Revolución Cantada. Los ciudadanos de los Países Bálticos salieron a las calles en una declaración de voluntad y de intenciones. Los dirigentes se fueron dando cuenta de que no podían contener a la población”, explicaba Vike-Freiberga, que fue la primera mujer jefa de Estado en Letonia.
Ese movimiento en ebullición cobró impulso después de la caída del Muro de Berlín. El 11 de marzo de 1990 Lituania recuperó su independencia, Letonia lo conseguía en 1991, y Estonia en agosto de 1991.
Otro día histórico de 1989 fue el 23 de octubre, cuando tuvo lugar en Schwerin la primera manifestación de los lunes (Montagsdemonstration). Antes ya se habían congregado cientos y luego miles de personas en Leipzig y Dresde. Esta revolución pacífica fue imparable. Los germano orientales clamaban por la renovación política en el país comunista. Y lo hacían de forma pacífica, amparados por la Iglesia protestante.
En mayo de 1989 Hungría había desmantelado las alambradas eléctricas en sus fronteras con Austria. Los germano orientales, hartos de un régimen opresor, aprovecharon para salir hacia Austria y Alemania Federal, donde recibían asilo automáticamente.
La República Federal de Alemania reconocía en su Constitución su voluntad de unificar el país, de modo que acogía a ciudadanos alemanes, no de otro país. Unas 250.000 germano orientales utilizaron esta ruta.
La Revolución con los pies
En el verano de 1989 hubo muchas jornadas memorables. Aprovecharon la canícula para viajar a países amigos, como Hungría o República Checa, y una vez allí pedían asilo en las embajadas de la República Federal.
Praga se inundó de Trabant, el coche popular en la RDA. La embajada de la República Federal en Praga estaba emplazada en el palacio de Lobkowitz, en un bello edificio barroco del siglo XVIII. Varios miles de solicitantes de asilo se alojaron allí durante semanas.
El 29 de septiembre el Partido Comunista de Checoslovaquia exigió a los dirigentes germano orientales que actuaran sin dilación. El 30 de septiembre unos 5.000 germano orientales partían desde Praga a la República Federal. El ministro alemán de Exteriores, Hans-Dietrich Genscher, anunció la buena nueva desde el balcón del palacio de Lobkowitz a los allí congregados.
El 7 de octubre de 1989 la República Democrática Alemana celebraba su 40 aniversario. Sería el último. En su discurso, el presidente soviético, Mijail Gorbachov, advierte de que la RDA no podía seguir ajena a los cambios que se estaban dando en el mundo. Cientos de germano orientales gritaban: “Gorby, ayúdanos”.
La vida castiga a los que llegan tarde", advirtió Mijail Gorbachov a Erich Honecker en el 40 y último aniversario de la RDA
“Cada país debe decidir por sí mismo lo que es necesario para su tierra… El auténtico peligro llega cuando uno no aprende de las experiencias de la vida. Aquellos que sacan sus impulsos de la vida y de la sociedad no deben tener miedo”, dijo Gorbachov, que tampoco sobreviviría a la oleada de un mundo en mutación. Fue aquel día cuando Gorbachov dijo a Honecker: “La vida castiga a los que llegan tarde”.
Apenas dos días después, unas 70.000 personas se congregaban en Leipzig para gritar a los dirigentes comunistas: “Nosotros somos el pueblo” (Wir sind das Volk). Diez días del 40 aniversario de la RDA, Honecker, que se había mostrado dispuesto a reprimir a los manifestantes, era obligado a dimitir. Lo sustituiría un burócrata gris oscuro casi negro, Egon Krenz. La RDA daba sus últimos estertores.
La revolución con los pies derivó en la caída del Muro. El 9 de noviembre se anunció que el régimen de la RDA daba libertad para viajar, es decir, daba por inútil el Muro de Berlín, que había levantado el 13 de agosto de 1961.
Una convulsión global
“Nadie lo había previsto y tuvo consecuencias en Europa y en todo el mundo. Todo se alteró”, comentaba en ese foro el ex presidente del gobierno español Felipe González.
Ese mismo año, en Chile, el 9 de octubre, tuvo lugar el primer debate presidencial, después de la derrota en el plebiscito de Pinochet justo un año antes, que seguía siendo presidente. En las primeras elecciones democráticas tras la dictadura de Pinochet, celebradas el 14 de diciembre, venció Patricio Aylwin, de la Concertación con un 55% de los votos. Asumió el poder en marzo de 1990.
González recuerda cómo vio en RTVE las imágenes del paso de miles de personas por los puestos fronterizos entre Berlín Este y Berlín Oeste. Llamó de inmediato al canciller de la RFA, Helmut Kohl, a quien no encontró hasta más tarde. El entonces alcalde de Berlín, el socialdemócrata Willy Brandt sí contestó rápidamente a González, entonces presidente del Gobierno español.
Kohl dijo años más tarde que esa noche del 9 de noviembre podía contar con los dedos de una mano, y le sobraban dedos, los líderes mundiales que mostraron su solidaridad", cuenta Felipe González
“Finalmente hablé también con Kohl. Justo se encontraba en Varsovia en visita oficial cuando cayó el Muro, así que no era algo esperado. Años más tarde Kohl reconoció en una cena cómo podía contar con los dedos de una mano, y le sobraban dedos, los dirigentes mundiales que esa noche le habían llamado para mostrar su solidaridad”, rememoraba González en el encuentro en el Instituto Goethe de Madrid.
En Europa la mayoría de los dirigentes, desde el socialista François Mitterrand hasta la conservadora Margaret Thatcher, actuaron con una mezcla de cautela e incredulidad. Venían de años de serios encontronazos entre los dos bloques y cualquier paso en falso podría conducir a la destrucción mutua.
También es cierto que muchos dirigentes pertenecían a otra generación. González tenía 47 años y supo darse cuenta de que vivía un momento histórico en el que había que asumir riesgos y apostar por la defensa de las libertades.
“Los líderes que habían vivido la Segunda Guerra Mundial vieron la caída del Muro como un caballo desbocado con un rumbo imprevisible. En Alemania, el canciller Kohl y su ministro de Exteriores, Hans-Dietrich Genscher, sabían que tenían que subirse a ese caballo. Les apoyaron los socialdemócratas Helmut Schmidt y Willy Brandt también”, relataba González.
“Hasta entonces habíamos vivido en el equilibrio del terror. Era inimaginable un orden alternativo”, agregaba el ex presidente del gobierno español. Había una sensación de alegría inconmensurable. También había vértigo. Sensación de abismo. El mundo conocido desaparecía.
En aquel verano de 1989 un joven politólogo llamado Francis Fukuyama publicaba un ensayo titulado El fin de la Historia en el que daba por finiquitados el fascismo y el comunismo, a la vez que sostenía que sería la democracia liberal el sistema legítimo que sobreviviría, a pesar de las amenazas del nacionalismo y del extremismo religioso.
Aquella revolución global no derivó en el triunfo de un sistema sobre otro, sino que el resultado evolucionó hacia algo distinto. Primero hubo ensayos de un Estados Unidos como potencia única y global, fallidos, después de multilateralismo, y ahora emerge una China poderosa a la vez que cada vez somos más conscientes de que hay una crisis de la democracia representativa, que necesita reforzar su base en el Estado de Derecho, y un problema grave de sostenibilidad del modelo.
Según Vaira Vike-Freiberga, las lecciones que podemos extraer de una mirada a ese 1989 ayudan a fortalecer la democracia actual.
“La democracia no es una carretera de sentido único: hay que tener en cuenta a los ciudadanos. La democracia se construye con ciudadanos críticos. La democracia ha de tener rostro humano, una vocación social. La democracia se fundamenta en la defensa de los Derechos Humanos. Y no puede darse por sentada”, resumía la ex presidenta letona.
A pesar de todos los errores, y de todos los cambios que habría que impulsar, el mundo en el que vivimos es para muchos mejor del mundo hace 100, 60 o 50 años. Los índices de democracia en el globo así lo suscriben. Queda mucho por hacer, sobre todo, en lo que se refiere a la lucha contra la desigualdad y en la universalidad de la educación.
Y Muros sigue habiendo. Muros que dividen y Muros que cierran. Esa historia ya pertenece al siglo XXI.
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