Frente a las mismas puertas del cementerio, el comunista Emilio Tajuelo se dirigió a sus vecinos para asegurarles que a la mañana siguiente aquella muerte estaría sobradamente vengada. Un discurso similar había lanzado el alcalde de Alcázar de San Juan, el socialista Domingo Llorca, mientras que Jacinto Villaseñor, concejal y directivo de la Agrupación Socialista, instaba a acabar con "todas las personas de derechas".
Sólo unas horas antes, aquel 16 de septiembre de 1936, la localidad ciudarealeña había sido objeto de un bombardeo por parte de la aviación rebelde, que tenía por objetivo destruir los depósitos de gasolina de Campsa. En el ataque falleció una niña, lo que enardeció los ánimos del pueblo.
En aquel ambiente en el que se clamaba venganza, las autoridades de la localidad, que había permanecido fiel al gobierno republicano, decidieron dar rienda suelta a la justicia popular.
La represión en la retaguardia republicana contó con la aquiescencia de todas las fuerzas del Frente Popular
Para facilitar el castigo, el Comité de Gobernación de la ciudad había decidido poner en libertad a algunos de los presos de derechas más significados, bajo la excusa de evitar un asalto en la cárcel, aunque, en la práctica, aquello no era más que "una estratagema para dar cobertura legal a lo que en puridad fueron sacas efectuadas por los milicianos para ultimar la matanza", señala Fernando del Rey en su libro Retaguardia roja. Violencia y revolución en la guerra civil española (Galaxia Gutenberg, 2019).
"En las horas y días siguientes fueron sacados de la cárcel o de sus domicilios decenas de derechistas, siendo eliminados sin contemplaciones uno tras otro en represalia por el bombardeo", observa el catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid. Algunas fuentes cifran en hasta un centener las víctimas de aquella venganza que se extendió durante al menos tres noches, aunque Del Rey sólo ha encontrado evidencias de algo más de una cincuentena de esas muertes.
Los testigos de aquella matanza refieren la continua llegada de coches que trasladaban a los que iban a ser asesinados, "percibiéndose después de su paso cuando paraban los coches y bajo la luz de los faros corrían los que después eran cazados a tiros". Algunos lograban salvar la vida a cambio de cuantiosas sumas de dinero, pero fueron muchos los que caerían muertos en aquellos episodios en los que participaron todas las fuerzas integrantes del Frente Popular, "pero con un marcado peso de la tendencia obrerista", indica Del Rey.
La matanza de septiembre de 1936 no era, en cualquier caso, la primera ni la última acción de represión contra los vecinos de derechas que se tomaba en Alcázar de San Juan desde el estallido de la guerra. En esta comarca del noreste de la provincia, la represión republicana ocuparía, en cifras absolutas, el primer lugar de la provincia, con cerca de 500 vecinos muertos, la mayor parte en los meses transcurridos entre la sublevación del 18 de julio y finales de ese mismo año.
En esta localidad, los impulsos sangrientos, muy concentrados en fechas determinadas, estuvieron dirigidos por la acción del denominado Batallón Mancha Roja, surgido en los primeros días de la guerra al calor de la movilización dirigida contra el foco rebelde de Villarrobledo e integrado por milicianos de Alcázar, Herencia, Campo de Criptana, Pedro Muñoz y Socuéllamos.
En este batallón se arracimaron tanto milicianos socialistas, como anarquistas y comunistas, siendo los trabajadores ferroviarios su núcleo militante principal. "Sin duda, este contingente armado fue el bastión de la revolución en toda la comarca de Alcázar", observa el autor de Retaguardia Roja.
Uno de los episodios más sangrientos en los que se vieron involucrados los principales dirigentes del Batallón Mancha Roja tuvo lugar en la noche del 8 al 9 de agosto, cuando alrededor de cuarenta detenidos fueron extraídos de la prisión de Alcázar con la orden de subirlos al tren y trasladarlos a la Prisión Provincial de Ciudad Real.
Al parecer la orden había llegado de parte del gobernador civil de Ciudad Real. Del Rey considera que éste pudo haber ordenado este traslado con la intención de salvar la visa de los presos, después de que en los días previos hubiesen tenido lugar sendas matanzas en las cárceles de Almodóvar del Campo y Manzanares.
En la noche del 9 de agosto de 1936 casi 40 presos de derechas fueron fusilados a las afueras de Ciudad Real
"Sin embargo, alertados de sus intenciones, los dirigentes revolucionarios de la localidad, puestos de acuerdo con los de la capital, se adelantaron al gobernador". Tras recabar ayuda para cometer una matanza de tal calibre, los ejecutores revolucionarios marcharon a la estación de tren para esperar la llegada del convoy de presos.
"Los detenidos nunca llegaron a su destino porque horas después, antes de concluir el trayecto, fueron bajados del tren y asesinados en los extramuros de la capital. El hecho se cometió en un terraplén de la vía directa del ferrocarril a Madrid, en el lugar conocido como La Granja, donde los presos fueron situados en unos paredones y fusilados", observa el catedrático de la UCM.
Algunos testimonios recogidos en su obra señalan que, tras fusilar a los presos, los autores de la matanza les robaron todo lo que llevaban encima, incluidas las meriendas. Según detalló Francisco Velasco Fernández, un jornalero de Fuente del Fresno que pasó por aquel lugar a las pocas horas, "la matanza se halló a medio camino entre el espectáculo y la piratería, dada la mucha gente que se arremolinó para ver los cuerpos de las víctimas, a las que se hizo objeto de burlas e incluso de extorsión por parte de algunos".
Los casos de represión en Alcázar de San Juan no son ni mucho menos una excepción. El libro de Del Rey recopila violencias similares en otras diversas partes de la provincia de Ciudad Real, que pueden servir de muestra de las atrocidades que durante la guerra también tuvieron lugar tras las líneas republicanas y que han sido mucho menos estudiadas que las cometidas al otro lado del frente.
Idiotas y asesinos
Han pasado más de 80 años desde que el periodista Manuel Chaves Nogales escribió algo tan básico como que "ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España", lo que no viene a reflejar lo equivocado que resulta casi siempre tratar de interpretar una guerra en términos de buenos contra malos, por más que podamos sentirnos más próximos a los postulados de unos que de otros.
Difícilmente podrían justificarse los desmanes cometidos por el bando franquista contra los enemigos que caían en sus manos y que, en muchas ocasiones, no eran culpables más que de pensar diferente a sus captores. Pero aún hoy parece que hubiera que disculparse por señalar que máculas similares empañan la imagen del bando opuesto.
El propio Del Rey parece tratar de justificarse al abrir su obra con sendas citas de los insignes historiadores Santos Juliá y José Álvarez Junco, quienes argumentan -en palabras de este último- que "un historiador no es abogado de una causa" e instan a que "intentemos entender todos los problemas, todas las situaciones y todos los personajes, en su complejidad. No ocultemos los aspectos negativos de aquellos que nos parecen menos culpables. Y, por supuesto, nunca orientemos nuestra recogida de datos en favor de una tesis que de antemano hemos decidido defender".
En el caso de la violencia en el bando republicano -casi siempre más violencia revolucionaria que republicana- se ha tratado de aducir que, frente a la organizada y sistemática del franquismo, respondió únicamente al impulso aislado y particular de determinados grupos que actuaban con independencia del poder legal.
La mayoría de los españoles en los años 30 no entendían su presente ni su futuro en clave democrática
Esta lectura es rebatida, sin embargo, por el autor de Retaguardia roja, quien observa que, aunque mucho más fragmentada -como fragmentado estuvo el poder en la zona republicana-, contó con importantes redes de apoyo insertan en la práctica totalidad de los grupos políticos del Frente Popular. Y en cualquier caso subraya, citando a Santos Juliá, que "los militares, con sus rebelión, provocaron una guerra civil, pero los crímenes cometidos en territorio de la República no pueden pasarse por alto o desapacharlos como simples desmanes, actos de incontrolados o cualquier otra excusa por el simple hecho de que, si los militares no se hubieran sublevado, esos crímenes nunca se habrían producido".
Del Rey observa cómo, "en la senda de la vorágine memorialista vivida en los últimos lustros en nuestro país, se tiende a olvidar con pasmosa alegría que la mayoría de los españoles de los años treinta, de los colores ideológicos más dispares, no entendían su presente y su futuro en clave democrática". Las luchas obreras de anarquistas, comunistas y la mayoría de socialistas no miraban a la defensa de la democracia, "sino más bien a su destrucción como inevitable paso en la conquista de un mundo nuevo".
Así el autor anima a analizar tan dramáticos sucesos desde la distancia, con independencia, y sin perder de vista que "la guerra española reunió todos los rasgos de una guerra salvaje precisamente porque formó parte de ese contexto internacional de brutalización en pleno repliegue de la idea democrática en la Europa de los años treinta".
Y esa brutalización no quedó recluida tras un único lado del frente, como su libro viene a recordar.
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