Cuentan que poco antes de ser ejecutado, el 6 de octubre de 1893, gritó: "¡La venjança serà terrible!". Paulino Pallás, un impresor de 31 años, había sido condenado a muerte tras protagonizar el 24 de septiembre un atentado en la Gran Vía de Barcelona, arrojando dos bombas durante un desfile militar al paso del capitán general de Cataluña, Arsenio Martínez Campos.
El ataque provocó la muerte de un guardia civil y causó otros quince heridos, pero su objetivo, el hombre que había restaurado la monarquía dos décadas antes con su pronunciamiento en Sagunto, salió poco más que magullado del ataque y de eso fue, según refirió el propio Pallás, de lo único que se arrepentía, de no haber matado al representante "de la reacció i del abusos del poder".
El día de su ejecución una gran multitud se agolpó en los alrededores, profiriendo gritos como "¡visca l'anarquia!" o "¡visca la dinamita!". Como había señalado el diario anarquista valenciano La Controversia, Pallás había marcado un camino a todo el que se titulaba de anarquista y su muerte no tardaría en ser vengada. Como observa Eduardo González Calleja en La razón de la fuerza: orden público, subversión y violencia política en la España de la Restauración (1875-1917) (CSIC, 1998), "con la acción de Pallás se iba a iniciar la temible escalada de violencia terrorista que asolaría Barcelona hasta 1897".
El terrorismo anarquista no era ya, a esas alturas del siglo XIX, una novedad en Barcelona. La Ciudad Condal había visto florecer en las décadas previas un considerable movimiento anarquista, al calor de su acelerada industrialización.
El crecimiento de una masa obrera depauperada fue el caldo de cultivo para el auge del anarquismo en Barcelona
La multitudinaria inmigración desde el campo en busca de trabajo en la industria textil o metalúrgica barcelonesa vio el surgimiento de una creciente masa de población que vivía en "barrios de chabolas espantosos, en condiciones insalubre, sin instalaciones sanitarias básicas ni una alimentación adecuada, con altos niveles de mortalidad infantil y, por supuesto, adulta; con los niños sin escolarizar y en condiciones laborales inseguras", observa Paul Preston en Un pueblo traicionado (Debate, 2019).
Los primeros intentos de canalizar ese movimiento anarquista a través de organizaciones enfocadas en la actividad sindical comenzaron a resquebrajarse desde mediados de la década de 1880, dada la falta de resultados y la severa represión de las autoridades, que no hacía sino aumentar los resentimientos de aquellas masas de depauperadas. Fue así como una fracción del anarquismo español -e internacional- empezó a considerar que la lucha requería de lo que se dio en llamar "la propaganda por el hecho" o, lo que es lo mismo, de pasar a la acción mediante actuaciones violentas.
Entre junio de 1884 y mayo de 1890 se produjeron en Barcelona unos 25 atentados con bomba, que produjeron tres muertos y numerosos heridos. "En el fondo, la explicación de aquellas tensiones y violencias hay que encontrarla en la incapacidad de la ciudad y sus clases dirigentes para asumir económica y políticamente una población que crecía aluvialmente", defiende Pere Gabriel en Barcelona 1888-1929: modernidad, ambición y conflictos de una ciudad soñada (Alianza, 1994).
Aquellos primeros golpes iban dirigidos, principalmente, contra las fábricas, las casas de los gerentes o propietarios o la sede de la patronal. Pero la incapacidad policial para detener a los responsables de aquellos actos y la facilidad para obtener dinamita (se dice que en algunas tabernas de los barrios más pobres de Barcelona era común ver a gente pasando la gorra para obtener dinero para explosivo), fueron envalentonando a los sectores más radicales del anarquismo barcelonés, que poco a poco fueron protagonizando más atentados (sólo en 1891 se produjeron 14 explosiones) y más osados.
La crisis económica que se desencadenó en la década de los 90 azuzó los ánimos más violentos y el ejemplo que llegaba desde Francia, también azotada por una oleada de atentados anarquistas, alentaban aún más la práctica del terror.
El 7 de noviembre de 1893, sólo un mes después de la muertes de Pallás, el Teatro del Liceo se convirtió en el escenario de una de las mayores matanzas terroristas de la historia nacional. Ese día, durante la representación del Guillermo Tell de Gioachino Rossini, el anarquista Santiago Salvador i Franch arrojó dos bombas orsini desde el quinto piso hacia la platea. Y aunque sólo explotó una de las dos, fue suficiente para causar la muerte de veinte personas, incluidas nueve mujeres y una niña de 14 años.
En los minutos posteriores, "los muertos, los heridos, con sus ayes desgarradores, el desconsuelo y la alarma de los supervivientes que buscaban a los suyos, corriendo como alelados por las dependencias del teatro; el vestíbulo convertido en hospital de sangre y depósito de cadáveres, los médicos prodigando sus cuidados y algunos sacerdotes administrando a los moribundos los últimos auxilios espirituales formaban una serie de cuadros lacerantes que destrozaban el corazón y perturbaban la mente", describía un periódico republicano de la época.
El atentado del Liceo dio forma a los miedos de la burguesía, que se alejó por un tiempo de los espectáculos de la ciudad
Tras ser detenido, meses después, Salvador declararía cómo se detuvo en la calle, frente al Liceo, para regocijarse con el pánico de la burguesía e, incluso, confesó, pretendía asistir al funeral de las víctimas para arrojar más bombas, tal y como detalla Preston.
Aquel ataque indiscriminado generó una gran conmoción en la Barcelona de finales del siglo XIX. Según apunta González Calleja, con el atentado del Liceo, "la obsesión de amenaza de la burguesía barcelonesa tomó dimensión real: los espectáculos de Barcelona quedaron desiertos por una temporada".
Buena parte de las críticas se dirigieron contra el Gobierno, al que se llegó a acusar de dejar a Barcelona en una situación de desamparo. Como muestra, se planteaba que mientras Madrid, con una población inferior, contaba con un censo pormenorizado de anarquistas, vigilados por unos 1.500 agentes de policía, en la Ciudad Condal "las labores de inspección y protección del casco urbano, dejando aparte los servicios de vigilancia antianarquista organizados por los consulados extranjeros, había quedado en manos de 192 agentes de policía" de escasa cualificación y mal dirigidos, que no contaron hasta 1896 con nada parecido a un registro judicial, explica González Calleja.
En esas circunstancias, las autoridades optaron por un endurecimiento de la legislación antiterrorista mientras la policía se enfocaba en la persecución de los sospechosos con una contundencia que en muchos momentos rebasó los marcos legales y que arrojaría una densa sombra de duda sobre los procesos judiciales abiertos contra los presuntos culpables.
Tras el atentado del Liceo se detuvo a más de 400 personas y 6 personas serían finalmente condenadas a muerte, pese a los indicios de que sus confesiones habían sido obtenidas mediante torturas.
En cualquier caso, la severa represión del movimiento anarquista en aquellos años provocó una notable caída de la actividad terrorista que llevó a los Gobiernos españoles a creer que la amenaza estaba prácticamente conjurada.
Lo cierto es que la menor pujanza del terrorismo anarquista catalán también respondía al rechazo social que la matanza del Liceo había provocado, incluso, en parte del movimiento obrero. Pero no faltaban quienes defendían acciones como las de Salvador. Al fin y al cabo, como escribía el anarquista italiano Paolo Schicchi, "para que la revolución social triunfe completamente hay que destruir toda esa raza de ladrones y asesinos que llamamos burguesía. Mujeres, viejos, niños, todos deben ser ahogados en sangre".
Con tales planteamientos, no tardarían en surgir personajes dispuestos a reeditar la hazaña del Liceo. Pero habría que aguardar hasta junio de 1896 para revivir un atentado equiparable a aquel. Fue el 7 de junio durante la Procesión de Corpus Christi, cuando estalló un artefacto arrojado entre las calles de Cambios Nuevos y Arenas del Cambio, provocando la muerte de 12 personas, a los que se añadían más de medio centenar de heridos.
En el proceso abierto tras el atentado del Corpus fueron detenidas cerca de 600 personas
Aunque aquella procesión contaba con la participación de numerosas autoridades, ninguna resultó afectada por la explosión, dado que ya habían dejado atrás aquel lugar cuando se produjo la detonación. Por el contrario, la mayor parte de las víctimas fueron trabajadores y hasta tres niños de entre 6 y 14 años resultaron muertos.
Nuevamente, "la impresión que aquello causó en la ciudad fue grande, el entierro de las víctimas dio lugar a una manifestación de duelo y la prensa barcelonesa se hizo eco del deseo general de que se tomaran las medidas más drásticas para evitar crímenes semejantes", observa Juan Avilés Farré en La daga y la dinamita. Los anarquistas y el nacimiento del terrorismo (Tusquets, 2013).
El diario La Vanguardia subrayaría que "la repetición de esos atentados horrendos de que viene siendo víctima pueblo tan culto y honrado como el de Barcelona revela la existencia de gérmenes que es preciso extirpar a toda costa, sin consideraciones de ninguna especie", añadiendo que "no basta la protesta de un día, es necesaria la cruzada contra esas ideas perniciosas".
Aquellos llamamientos convencerían aún más a las autoridades de la necesidad de dar un escarmiento a culpables y colaboradores. Casi 600 personas pasarían por los calabozos en los meses posteriores. "Cualquier indicio era suficiente para considerar sospechosa a una persona. El cónsul británico informó a Londres de que bastaba que un trabajador extranjero hubiera frecuentado determinadas tabernas para que fuera arrestado e interrogado", añade Avilés Farré.
Durante el denominado proceso de Montjuic, fueron constantes las denuncias de torturas por parte de los cuerpos policiales, encabezados por el teniente de la Guardia Civil Narciso Portas. Se acusó a las fuerzas del orden de haber propinado a los sospechosos golpes, estrujamiento de testículos con cuerdas, aplicación de hierros candentes, quemaduras en el pene con la punta de un cigarro y otras múltiples crueldades que traspasaron las fronteras de España e hicieron renacer por Europa la oscura leyenda inquisitorial.
El asesinato de Cánovas fue cometido por un anarquista que quería vengar las ejecuciones de Montjuic
Las dudas sobre el proceso y las protestas internacionales no impidieron que el tribunal acabara dictando ocho condenas a muerte -posteriormente rebajadas a cinco-, que acabarían ejecutándose el 5 de mayo de 1897. Entre los ejecutados se encontraba el presunto autor de la matanza, el italiano Tomás Ascheri, cuyo relato de los hechos deja, tal y como refiere en su obra Avilés Farré, una mezcla de elementos de veracidad junto a otros que siembran dudas sobre su autoría.
En cualquier caso, si el Gobierno esperaba que la severidad de aquellos castigos desterrara del país la amenaza del terrorismo anarquista pronto recibiría la prueba más contundente de su error. Sólo tres meses después, en el balneario guipuzcoano de Santa Águeda, el anarquista italiano Michele Angiolillo asesinaría de un disparo al presidente del Ejecutivo, Antonio Cánovas del Castillo. Ante los gritos de la mujer del político malagueño, Angiolillo no dudaría en mostrarse totalmente sereno: "Yo he cumplido con mi deber, y estoy tranquilo. He vengado a mis hermanos de Montjuic", le espetó.
En los años y décadas siguientes, otros muchos hombres de ideología anarquista considerarían su deber causar el terror. Y encontrarían en Barcelona el lugar ideal para sus actuaciones, haciéndola merecedora del sobrenombre de La Rosa de Fuego. El fuego de la venganza clamada por Pallás.
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