Nunca supo quién fue, ocurrió al poco de nacer. Alguien lo depositó junto al río, en Bilbao, quizá confiado en que la fortuna le depararía una vida mejor. Poco después un hombre encontró a aquel bebé desvalido y abandonado y lo entregó en un orfanato. Fue el primer giro del carrusel de desgracias, azar y alegrías que agitarían la insólita vida que le esperaba a Marcelino. El siguiente episodio le llevó a las manos generosas, y casi sin recursos, de Julio y Dominga, un matrimonio de inmigrantes obreros, gallego él, leonesa ella, llegados a la floreciente Euskadi industrial. No dudaron en sumar un miembro más a la ya abultada familia de veinte hermanos.
Marcelino llevaría el apellido de la ciudad donde lo encontraron, Bilbao. Su infancia se desarrolló en la cercana Alonsotegi, a escasos ocho kilómetros de la ciudad vizcaína. No eran tiempos de bonanza y en su familia adoptiva había demasiadas bocas que alimentar y pocos medios para hacerlo. En aquellos comienzos de los años 30 Marcelino ya despuntaba como un joven despierto. Las revueltas obreras y la fractura de la España que se encontraba a puertas de una guerra civil empezaban a asomar. Aquel encendido ambiente social fue la chispa de su expulsión de la escuela, el cura lo echó por pertenecer a una familia de ‘rojos’.
La Segunda Guerra Mundial pronto tocó a la puerta de la frontera gala y Marcelino, y muchos de los republicanos que como él se habían exiliado en la vecina Francia
Otro golpe. Con apenas once años Marcelino tuvo que ponerse a trabajar, a ayudar en el sostenimiento de la familia. Comenzó a hacerlo en las minas de La Primitiva, empujando vagonetas. Después pasó a la factoría Rica Hermanos, junto a su madre adoptiva. Rodeado de injusticias y desigualdades, pronto su conciencia de clase avanzó más rápido que su formación académica. Bastó la oratoria de un anarquista en la fábrica para convencer al adolescente Marcelino para que se uniera al batallón Isaac Puente y luchara en el norte del país. La civil española sólo sería su primera guerra.
Derrotado, los suyos se refugiaron en Francia, donde sobrevivir en el breve periodo de paz de la que disfrutó tampoco fue sencillo. La Segunda Guerra Mundial pronto tocó a la puerta de la frontera gala y Marcelino, y muchos de los republicanos que como él se habían exiliado en la vecina Francia, volvieron a empuñar las armas. Lo hicieron más como medio de subsistencia que como convencimiento ideológico. Tampoco entonces tuvo suerte. Los franceses no los trataban bien, “eran demasiado de derechas”, recordaba.
Venganza en la liberación
En su segunda guerra, Marcelino volvió a apostar por el bando perdedor. En junio de 1940 las tropas nazis le apresaron junto a decenas de españoles que habían luchado junto a los franceses. Los siguientes cinco años jamás los hubiera imaginado, las atrocidades que un lustro más tarde conmocionaron al mundo él las viviría en primera persona. Muchas las relató con detalle en un manuscrito para la obra Triángulo azul. Los republicanos españoles en Mauthausen y en las que abordó a lo largo de más de una docena de páginas todos los padecimientos. Narraba cómo fue apresado, transportado y maltratado por los nazis. Cómo se soporta convivir con la muerte merodeando, el efecto del hambre, la resistencia en la nieve, el dolor ilimitado de las palizas, el efecto del fútbol en los peores momentos o el valor del ‘azar’ que le salvó la vida. En su escrito no ahorró nada. Tampoco la venganza mortal para con sus maltratadores horas antes de ser liberados. Marcelino lo relató todo sin tapujos a sus familiares.
Su número de preso, el 4.628 llegó a convertirse en un recuerdo imposible de erradicar. Mauthausen, le persiguió durante toda su vida, “fue como una prolongación del programa de exterminio nazi”, recuerda su sobrino-nieto Etxahun Galparsoro. Aún lo ve en su memoria con la mirada perdida observando el plato vacío durante una cena familiar en plena Navidad, “en ese momento estaba en Mauthausen, cada día tenía ‘un rato’ de Mauthausen”. No fue el único campo, también vivió el experimento de la maldad que supuso el campo de concentración de Ebensee (Austria), a cien kilómetros de Mauthausen, en su último año de cautiverio hasta su liberación el 6 de mayo de 1945.
Galparsoro decidió documentar y grabar aquellos relatos que Marcelino hacía cuando les visitaba en su casa de San Sebastián. Había comenzado a escucharlos cuando era sólo un chiquillo. Entonces no comprendía bien las historias de su tío-abuelo, “más allá de que había estado en un lugar muy malo” pero sí el silencio grave de los mayores mientras le escuchaban.
Fortuna
Marcelino vivía en Francia, en Chatellerault. Su regreso a España hubiera supuesto retornar al infierno, a la amenaza del régimen franquista contra el que luchó. Incluso tras salir de Mauthausen quiso volver a intentarlo y a ofrecerse para acabar con el dictador. Eran otros tiempos y su deseo no logró adeptos ni medios.
Sobrevivió a una guerra en España, otra en Francia y a cinco años en los campos de concentración
Etxahun nunca perdió la curiosidad con la historia. Quizá ese pasado oscuro de los relatos de su tío-abuelo fueron el factor que le impulsaría a querer saber más, a conocer el pasado y terminar por graduarse como historiador. Aquellas conversaciones, aquellas cintas de cassete escondían, de alguna manera, una parte de historia a la que ahora ha dado forma, añadiendo contexto y cronología, en la obra Bilbao en Mauthausen. Memorias de supervivencia de un deportado vasco (Ediciones Crítica). Sobrevivió a una guerra en España, otra en Francia y a cinco años en los campos de concentración de los nazis. “Fue por puro azar”, dijo siempre él.
Un viaje vital terrible que no hizo solo. Entre los muchos españoles que terminaron en este y otros campos de concentración, Marcelino conoció a José María Aguirre. A la salida de Mauthausen lo acogió en su casa en Francia, donde Marcelino terminaría enamorándose de su hermana, Mercedes, con la que tendría dos hijas. Su familia fue su verdadero pilar junto a la otra ‘familia’, la de los deportados republicanos. Ambos le permitieron seguir adelante. “No se puede pensar que los dos se salvaron por haberse curtido en una infancia dura. En Mauthausen todos los prisioneros que entraban tenían que morir, no era algo que estuviera condicionado a la conducta, por eso decían que la fortuna jugó un papel fundamental en su caso”, subraya Galparsoro.
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