El 7 de noviembre de 1936 también era sábado. El calendario coincidía con el actual, pero probablemente es la única similitud que hay hoy con la España de hace 84 años. La Guerra Civil española no había cumplido ni cuatro meses y el Gobierno republicano ya se había trasladado de Madrid a Valencia ante el temor de la entrada inminente de las tropas franquistas en la capital, pero algo cambió precisamente el mismo 7.
Ese día se creaba la llamada Junta de Defensa de Madrid, que coincidió con la llegada de material soviético, y una mayor organización de las milicias para proteger la capital. Todo ello, unido a la aparición de las Brigadas Internacionales, consiguió frenar el avance enemigo hasta el corazón de España, que decía Alberti. Todos a una bajo el mítico «No pasarán».
Pese a ese viraje esperanzador para los republicanos había algo que seguía imparable, y es que el domingo 8, el lunes 9 y el martes 10, el cielo se teñía de nuevo de ese color gris-bombardeo que regaba de sangre una ciudad que popularmente había bautizado la Gran Vía como la 'Avenida de los obuses'. Esa lluvia de proyectiles consiguió que Madrid pasara a la historia, tristemente, por convertirse en la primera ciudad en sufrir un bombardeo sistemático contra objetivos militares y civiles al mismo tiempo.
«Los obuses que yo cargo no explotan»
Es en ese contexto de horror de aquellos días cuando tiene lugar una situación extraordinaria, uno de esos milagros que marcan para siempre. Arturo Barea fue testigo directo. Barea era en ese momento el encargado de filtrar las crónicas que desde el edificio de la Telefónica mandaban Hemingway, John Dos Passos y demás reporteros internacionales. Barea era, en resumidas cuentas, el censor oficial. Él mismo, gran cronista, se encargó de dejar este suceso por escrito en La forja de un rebelde (Agapea Libros). El hecho en cuestión tiene lugar cuando, preso del estrés, del miedo, de noches sin dormir y del alcohol acumulado, decide echarse a dormir en un despacho del casi abandonado Ministerio de Estado (Palacio de Santa Cruz). Entonces, ocurrió:
«Estaba dormido en un sillón en el ministerio cuando me despertaron una serie de explosiones en la vecindad. Las granadas estaban cayendo en la Puerta del Sol, en la Plaza Mayor, en la calle Mayor, a trescientos metros escasos del edificio donde yo estaba. De pronto, las gruesas paredes temblaron, pero la explosión y destrucción por la que esperaban mis nervios no llegó, como debía, segundos después.
Un obús había tocado el edificio, pero no había estallado. Había pasado a través de las viejas gruesas paredes y se había tumbado a descansar a través del umbral del dormitorio de los guardias. La madera del piso estaba humeante aún y en la pared de enfrente había un roto. Era una granada de 24 centímetros, tan grande como un recién nacido. Después de conferencias sin fin aquí y allá, vino un artillero del parque de artillería y desmontó la espoleta; el obús vendrían a recogerlo después.
Los guardias transportaron el enorme proyectil, ahora inofensivo, al patio. Alguien tradujo la tira de papel que se había encontrado en el hueco entre la espoleta y el corazón de la bomba. Decía en alemán: Camaradas: no temáis. Los obuses que yo cargo no explotan. . Se abrieron de par en par las grandes puertas de hierro y sobre una mesa colocamos el obús, para que todos lo vieran. Vinieron miles a contemplarlo. Ahora que los obreros alemanes nos ayudaban íbamos a ganar la guerra. ¡No pasarán, no pasarán!».
Este episodio de película, por raro que parezca, no fue un acontecimiento aislado. En concreto se trataba del primero de los muchos que estarían por llegar. Solo cinco días después, el 13 de noviembre, es el diario El Socialista el que recoge un suceso similar bajo el título Una carta que espera destinatario. En el artículo cuentan cómo un tal Egocheaga halló otra carta-milagro insertada 'en un obús del quince y medio' donde, al desmontarlo, pudieron leer lo siguiente, en referencia a las bombas: «Las mías, camaradas, no estallan. U.H.P. (U.H.P. son las siglas de la consigna comunista Uníos Hermanos Proletarios o Uníos Hijos del Proletariado)».
Milagros que caían del cielo repartidos por toda la Península
Después de estos dos sucesos casi increíbles y que algunos achacaron a la imaginación para animar a las tropas, diferentes historiadores profundizaron y recogieron en obras como Saboteadores y Guerrilleros (Espasa), Balas de Papel (Salvat) o Resistencia y sabotaje en la Guerra Civil (Robinbook), casos similares a los relatados, pero provenientes de documentos oficiales de los archivos de Guerra Civil de Ávila o Salamanca. El milagro, por tanto, cobraba oficialidad.
En uno de esos papeles, con fecha 15 de enero de 1937, se detalla cómo un desertor del bando republicano, Francisco Montoro, explicaba a los atónitos altos mandos franquistas lo siguiente: «Encontrándonos en la retaguardia del sector de Pozuelo, hallamos varios proyectiles sin explotar y que carecían de espoleta, viendo uno que nos llamó la atención, porque tenía un cartón blanco. Al extraerlo pudimos leer por un lado sorpresa y, por el otro, compañeros, de los proyectiles que saldrán de este cañón, no temáis que no explotará ninguno, soy de los vuestros, U.H.P».
Esta revelación fue tan importante que la preocupación de Franco porque no se repitiera llegó a la obsesión por el control exhaustivo de los polvorines y fábricas de armamento. Esa mayor vigilancia dio sus frutos un tiempo, concretamente hasta el 17 de septiembre de 1937.
Esta vez fue en Barcelona. Allí la aviación italiana arrojaba sobre la ciudad cientos de proyectiles que caían sin remedio en los diferentes barrios. Entre los que no estallaron, los técnicos republicanos se fijaron en un enorme boquete que un obús había provocado en su caída. No fue fácil rescatarlo. Se había hundido doce metros bajo tierra y había que desmontarlo para evitar males mayores. Fue en ese momento cuando pudieron leer, seguramente entre voces entusiasmadas, un mensaje que tenía como origen Mallorca: «Los obreros antifascistas de Palma de Mallorca saludan a sus hermanos».
En Alicante también hubo milagros. Esta vez fue el servicio de inteligencia franquista, el SIFNE, el que alertaba el 6 de diciembre de un nuevo sabotaje pacífico de este tipo. En este caso, tras un bombardeo, los soldados republicanos encontraron, en vez de la muerte, el siguiente mensaje dentro de un obús: «españoles, somos hermanos vuestros y no queremos haceros ningún daño». Poco tiempo después, en junio de 1938, también en la zona de Levante, se halló la siguiente inscripción dentro de una bomba: «Camaradas, esta bomba no os hará daño».
Otro testimonio de los evadidos a zona nacional relata un suceso semejante que llegó envuelto en un obús, y que la oficialidad franquista reflejaba literalmente así: «El evadido manifiesta que algunas bombas de las arrojadas por la aviación nacional en Sagunto, en alguna parte de Extremadura y en Jaén, al ser examinadas por los técnicos 'rojos', resultó que contenían un papelito con la inscripción siguiente: La que pase por mi mano no explotará».
Ese mismo 2 de septiembre, se comunicó de forma urgente a Franco este suceso, quien mandó con preocupación, de nuevo, reforzar las fábricas de armamento para evitar que los trabajadores no leales a su causa sabotearan más bombas.
Monedas en el percutor o periódicos dentro de obuses
Estos hallazgos tan increíbles, aunque mucho más reproducidos por trabajadores republicanos, también se dieron por parte de franquistas ya que, aunque sin mensajes de ánimo, sí se encontraron obuses saboteados caídos a zona sublevada que en su interior contenían monedas entre el percutor y el fulminante, trozos de periódicos, espoletas invertidas… en definitiva, métodos creativos para que esos obuses no mataran al supuesto enemigo al que iban dirigidos.
Los sabotajes pacíficos no solo llegaban desde el aire. Alejandro Cuadrado Blanch, un hombre católico reclutado por la República para trabajar en la fábrica de armamento de Olot (Girona), también hizo su personal contribución a la paz ya que, según cuenta su hijo, «su moral no le permitía hacer armas para matar» y por eso se dedicaba a montar mal a propósito los subfusiles republicanos Labora Fontbernat. «Dejó muchos percutores con una medida superior a la adecuada. Así, el subfusil sólo dispararía una bala antes de encasquillarse. Al ser descubierto, huyó a Francia. Mi padre odiaba la muerte y no quería ser cómplice, sólo es eso», sentencia su hijo Alejandro.
Todas estas personas que arriesgaron sus vidas para mandar un mensaje de paz a campo enemigo fueron, en su mayoría, descubiertos y fusilados, como refleja otro documento oficial que informa del asesinato de 60 trabajadores de la Fábrica de armamento de El Fargue (Granada), con el pretexto de que «las bombas ahí construidas no explotaban».
Esos actos de valentía, ese impulso mezclado con el miedo a ser descubierto, esa rebeldía casi suicida, permitió que generaciones de españoles siguieran con vida gracias a esas bombas que caían del cielo cargadas… de paz.
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