Hace unos días la Academia de Cine seleccionó La trinchera infinita como candidata para representar al cine español en los Premios Oscar. España va a exportar a Hollywood, la cuna de los héroes con o sin capa, una historia ambientada en la Guerra Civil y en la dictadura, pero muy alejada de los cánones habituales de heroicidad, valentía, patriotismo o bravura tan predominantes en la narrativa de guerra. Y es que La trinchera infinita es, ante todo, una historia de miedo y angustia.
Higinio, el personaje que representa Antonio de la Torre, es un republicano que decide esconderse ante el pánico a ser ejecutado. Es un hombre que huye. Se queda, pero huye a la vez. Decide no luchar y prefiere ocultarse mientras escampa, en una espera que se convierte en media vida oculto en un pequeño zulo construido en su propio hogar. Él representa lo contrario a esa valentía mal entendida y constantemente alentada por las proclamas, periódicos, discursos, eslóganes o propaganda de guerra, que animaban a coger las armas y a morir con honor. Higinio representa, también, a millones de españoles que prefirieron hacer lo imposible para no luchar, guiados por un miedo que les estigmatizó y por el que siempre fueron considerados cobardes y traidores.
Deserción: la huida del miedo hacia el miedo
El temor irracional durante un conflicto de este tipo se manifiesta de muchas maneras. Hubo miles que, durante la guerra, lo canalizaron como Higinio y se ocultaron en casa; otros lo hicieron desertando; huyendo del país; haciéndose pasar por locos; automutilándose, o cambiando en varias ocasiones de bando, en una suerte de veleta, en busca de un lugar más seguro.
Al estallar la guerra, en España hubo cerca de 2,6 millones de españoles que se salvaron de incorporarse a filas por diversos motivos. Entre los 2,4 que sí lo hicieron, según el historiador Pedro Corral, se produjeron miles de deserciones.
Hubo cambios de bando por motivos ideológicos, por supuesto, pero en la mayor parte de las ocasiones la motivación que les acompañaba, la principal, era el miedo. Miedo a estar lejos de su familia, a no volver a abrazarles, miedo a la inminente muerte, miedo a quedar ubicado en el bando perdedor, miedo a las represalias… La guerra fue una mezcla de miedo y angustia que vagó casi tres años disfrazada de soldado republicano, franquista, marroquí, italiano, de brigadista internacional... Miedo que desencadenó deserciones individuales y en masa casi diarias.
Desertar no era un acto heroico, pero tampoco era una tarea sencilla. No obstante, las consecuencias de una deserción estaban bien claras y no eran otras que la muerte por traición. Quien tomaba esa decisión, quien decidía escapar o cambiar de bando de forma furtiva, lo hacía totalmente consciente del riesgo que conllevaba su osadía. Al miedo inicial se le unía, por tanto, el miedo a ser descubierto y el temor a cómo les recibiría el nuevo bando.
Eran conscientes de que cuando lograban pasar a campo enemigo, no les aguardaba el paraíso. Ni siquiera una situación fácil. Una vez que llegaba un soldado con otro uniforme y brazos en alto, la desconfianza era total. Solían requisarles todo lo que llevaban encima, ya fuera armamento, documentación, fotografías, papel de fumar, cartas… “A aquellos que caían en gracia se les alimentaba, si era posible, ya que la mayoría llegaban exhaustos y hambrientos, aunque a veces el propio miedo conseguía eclipsar el hambre y les impedía probar bocado”, afirma el historiador José Manuel Grandela en Balas de papel.
Ante la dimensión de este trasiego de miedo uniformado, Franco ordenó que en las zonas donde se desarrollaban las batallas no lucharan personas que hubieran nacido cerca, para evitar que se escaparan y se escondieran en sus pueblos, o que se negaran a matar a sus vecinos. Poco después, amplió las medidas contra las deserciones o evasiones, y concretó fuertes represalias contra las familias de los huidos. Esta disposición fue copiada poco después por la República, que estipuló que los familiares pagarían “el desprecio al honor por su huida”. Así, uno de los familiares masculinos de primer grado, y que fuera apto para la guerra, ocuparía en el frente de batalla el puesto del desertor. De no ser catalogados como aptos, se les emplearía para trabajos de fortificación o de comunicaciones. Las mujeres de la familia del huido no se librarían de su castigo, ya que permanecerían detenidas hasta que se comprobase que habían hecho todo lo humanamente posible para disuadir al desertor de la comisión de su delito. Estas medidas consiguieron que el mayor miedo en la guerra ya no fuera el enemigo, sino las represalias de tu propio bando.
Estas órdenes no surtieron el efecto esperado para evitar las deserciones, ya que las cifras se dispararon a medida que se hacía más insostenible la situación republicana y que la derrota se acercaba. Según cuenta Pedro Corral en Desertores, “es posible que en toda la contienda se aproximaran a los 1,8 millones de hombres que desertaron”, mayoritariamente al final de la guerra.
En su desesperación, los altos mandos republicanos achacaban este hecho a la disminución de la propaganda política que fomentó el desaliento “entre los espíritus más débiles”. Mientras, las octavillas franquistas lanzadas a campo enemigo se jactaban de esta desbandada y animaban a más soldados enemigos a dar el paso.
Automutilaciones e infección de venéreas para no ir al frente
Si no era posible esconderse, si la deserción tampoco era factible, había más opciones para evitar el terrible miedo que les producía solo el hecho de pensar en la batalla. Hubo numerosos casos de automutilaciones, en algunos batallones fueron tan frecuentes y similares que se denominaron ‘heridas contagiosas’. Así, los soldados, presos del miedo y la ansiedad, preferían pegarse un tiro a quemarropa en la palma de la mano y ser llevados a quirófano antes que enfrentarse al enemigo.
Otros optaron por inyectarse petróleo en muslos o nalgas. Los doctores tenían obligación de dar parte de estas lesiones provocadas para que fueran castigados con penas de muerte. Algunos, como el doctor Luis Mazo Burón, conscientes de la situación mental de sus pacientes, decidían hacer la vista gorda: “Jamás dimos cuenta a la superioridad. Comprendimos muy bien la situación psíquica y nos limitamos a prestarles asistencia”.
Otra de las fórmulas mágicas que evitaban ser enviado al frente era la infección por enfermedades venéreas, a sabiendas. En este sentido el general republicano Pozas, según recoge Corral, envió una orden firmada con el siguiente texto: “Es necesario prestar una gran atención a la recuperación de enfermos atacados de venéreo, pues se ha observado que en muchos casos es un pretexto para escapar del servicio en trincheras”. Antes de la Batalla del Ebro se dieron nuevas directrices que incluían las inspecciones de prostíbulos, el cierre de los que fueran clandestinos, el reparto de medicamentos, ungüentos, y la revisión periódica de los genitales de la tropa.
Otros soldados, en esa infinidad de tretas para evitar salir a combatir, y pese a gozar de buena salud mental, prefirieron dar rienda suelta al actor que llevaban dentro y manifestar un nivel de locura impostado que les hacía no aptos para la guerra, y totalmente competentes para ingresar en el manicomio.
El miedo en primera línea de batalla
A los que decidieron luchar, o a los que no les quedó otra, también los acompañó el miedo. Hoy es complicado siquiera acercarse a imaginar lo que puede experimentar la mente en una situación de peligro semejante, entre sangre, gritos, disparos, proyectiles y granadas.
Entender lo que pasa por la mente quizá sea complicado, pero el cuerpo también habla y a veces manifiesta el miedo de una manera más elocuente que las palabras. Según Grossman y Christensen, expertos analistas de las reacciones humanas en situaciones extremas, hasta el 50% de los soldados de la Segunda Guerra Mundial que luchaban en primera línea, perdieron el control de sus vejigas e intestinos alguna vez. Soldados que se orinaban encima en pleno combate sin poder controlarlo. Soldados, literalmente, cagados de miedo mientras agarraban con fuerza su arma. Ese es el otro miedo de la guerra, el de la primera línea.
Esta sensación fue perfectamente descrita por William Aalto, un voluntario norteamericano que luchó a favor de la República en la Guerra Civil como guerrillero. Es curioso porque precisamente los guerrilleros eran perfiles especialmente temidos. Desde el bando nacional los definían como personas con muchos crímenes y asesinatos a sus espaldas, con antecedentes marxistas perfectos y grandes conocedores del terreno donde actuaban. El guerrillero republicano, por tanto, era un estereotipo de luchador que alimentaba la leyenda de soldado sanguinario, imprevisible y sin piedad. Tanto era el miedo que infundían que incluso Franco tuvo muchos problemas para reclutar personas que quisieran trabajar para contener sus incursiones nocturnas. Ni a cambio de dinero, ni de ascenso del rango militar… no había manera. Nadie quería enfrentarse a ellos por el puro y simple miedo a verlos aparecer.
Bill Aalto era, por tanto, uno de esos temidos guerrilleros sin piedad y, sin embargo, en un examen psicológico al que fue sometido a su regreso a Estados Unidos, no dejó de repetir la palabra miedo al referirse a nuestra guerra.
Aalto confesó que sintió miedo por primera vez en España desde su primera incursión, ese miedo del novato que, según afirmaba, nunca se va, ya que también lo conservan los soldados veteranos antes de cada acción. “Un miedo en este caso que se puede explicar como una combinación de factores personales, políticos y otros intangibles que desembocan en ese temor inexplicable antes de cada acción”, como aquellos artistas con 30 años de carrera que siguen agarrotados antes de salir al escenario.
Aalto detalla esa experiencia primera “como ese miedo a lo desconocido mezclado con el temor a no contar con los recursos formativos o militares básicos”. Una vez que apareció esa extraña sensación, nunca le abandonó: “Siempre tuve miedo, pero cuando fui adquiriendo más responsabilidades, ese miedo se manifestaba antes y después de cada acción de guerra. Durante la misma, la mente está demasiado ocupada para solucionar todos los problemas que llegan”, aunque también reconocía que una vez en zona enemiga, se percibe una sensación de soledad que asusta, una soledad bañada del pensamiento recurrente de estar a punto de ser disparado. Esos dos elementos, la soledad y el miedo a recibir un tiro le persiguieron constantemente.
Pero ¿cuál era exactamente la reacción de su cuerpo ante ese miedo? Aalto, en su ejercicio retrospectivo, también recordaba la manera en la que le latía el corazón. “Era diferente, era muy intensa, como una sensación de hundimiento en el estómago, de sudor intenso en la palma de las manos, aderezada con una sed constante que te hacía tener la boca seca en todo momento, aunque me hidratara. Todo esto, además, acompañado de un recurrente hormigueo en la cabeza y espalda”. Ese cóctel, mezclado con un chorrito de incertidumbre al escuchar el sonido de los bombardeos y el avance enemigo, daban forma al miedo del temido guerrillero.
Atendiendo al célebre escritor Thomas Mann, que mantenía que “la guerra es la salida cobarde a los problemas de la paz”, quizá sea el momento de resarcir el honor de esos ‘cobardes’ que utilizaron la deserción, huida, automutilación, ocultación o simulación de locura para evitar la guerra a toda costa. En dos meses sabremos también si Hollywood se suma a ese enaltecimiento de Higinio, y de los miles de Higinios, que gestionaron el miedo como pudieron desde sus particulares trincheras.
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