La Navidad es un tiempo de felicidad. No hay discusión. Como tampoco la hay en que la clave para lograrla comienza en uno mismo cada mañana. Porque, además, un día sin sonreír es un día perdido. Y es que, si puedes soñarlo, puedes hacerlo...
Estas frases que desde hace años presiden eslóganes de entidades bancarias, tazas de café o portadas de libros de emprendimiento o autoayuda, se han integrado en nuestra sociedad como un modo de pensamiento asimilado, basado en la psicología positiva, que responsabiliza al cien por cien al individuo de su éxito o fracaso, de su pena o alegría, o de su mala o buena suerte en el ámbito laboral. Según Edgar Cabanas y Eva Illouz, doctores en Psicología y Sociología, y autores del libro Happycracia, estas emociones positivas “tienen un marcado componente político por omisión, ya que eliminan la cuestión política de las emociones, y culpabilizan a la persona por sentirse mal”. Así, si tenemos estrés o ansiedad por no encontrar trabajo o por unas condiciones laborales precarias, será nuestra culpa por no saber ser felices, y seremos los responsables únicos de esos problemas estructurales que la clase política no consigue solucionar cuando está en el poder. De esta manera, los responsables públicos siempre escapan indemnes de su responsabilidad de no ser capaces de crear esos mecanismos de bienestar necesarios que prometieron en campaña.
Este extendido marketing de la felicidad combina a la perfección en la coctelera con una polarización política totalmente interesada. Es tiempo de no cuestionar a los nuestros y de ir hasta el final, hagan lo que hagan los líderes del partido al que votamos. Se elimina, por tanto, la escala de grises y el pensamiento crítico. O estamos con ellos o contra ellos y, en cuanto alguien escapa de ese marco, es señalado inmediatamente como un despreciable ser equidistante. De crear este panorama polarizado se encargan, entre otros, los responsables del marketing político, que dedican más horas a estos aspectos que al propio interés general. Parte de esta estrategia que nace en los despachos del Congreso se traslada a la televisión, donde no hay ya un debate que no se encargue de recordarnos que hay solo dos bandos y, para defenderlos como es debido, acuden los soldados ideológicos y tertulianos de un partido y de otro. Incluso visualmente les sitúan en el plató estratégicamente ubicados en posiciones enfrentadas para que al espectador le quede claro que el que se sienta en la parte izquierda o derecha es el nuestro.
Esta promocionada idea de la felicidad como responsabilidad única del individuo, unida a la falta de espíritu crítico con nuestros líderes políticos favoritos, hace que observemos a diario ejercicios de contorsionismo para defender lo indefendible en redes sociales, o en la misma mesa familiar de la cena de Nochebuena, lugares perfectos para encontrar personas enfadadísimas por una cuestión en concreto y, al mismo tiempo, muy comprensivas por el mismo asunto, si es su partido el que lo realiza.
Primera Guerra Mundial: la Nochebuena en el frente belga
La polarización política actual no es, pese a todo, comparable a la del pasado siglo. Y es que no hay situación de mayor enfrentamiento entre iguales que una guerra y, solo en el siglo XX hubo, entre otras, dos mundiales y una civil en España. Pero incluso ahí, en ese contexto tan duro y de enfrentamiento brutal, se pueden rescatar momentos históricos que reflejan cómo, solo a veces, el criterio individual se despoja de las ideas impuestas por unos pocos desde un despacho y quedan aparcadas junto al fusil y las granadas.
Nochebuena de 1914. I Guerra Mundial. En el frente belga de Ypres los soldados británicos y alemanes llevaban cuatro meses combatiendo cuando la Navidad les sorprendió. Ahí, exhaustos y nostálgicos por no poder pasar las fechas en familia, los soldados de ambos bandos comenzaron de forma espontánea a cantar villancicos y a compartir chistes de una trinchera a otra, separadas por escasos 250 metros. Ese curioso momento se hizo eterno cuando un soldado alemán propuso en voz alta a los británicos que, al día siguiente, día de Navidad, nadie disparara. Según narró el soldado británico Marmaduke Walkinton, así ocurrió y, esa mañana, algunos valientes británicos, con el beneplácito de sus mandos en la trinchera, comenzaron a asomar las cabezas para comprobar que la espontánea tregua era efectiva. Nadie les disparó. Esa extraña tensión, ese oasis repentino de paz en medio de la guerra, vino acompañado de los primeros saludos e intercambio de regalos entre enemigos. La confianza aumentó tanto que, incluso, se celebró un mítico partido de fútbol entre británicos y alemanes. Y, lo que es mejor, esa tregua navideña fue aprovechada por unos y otros para dar correcta sepultura a los muertos de cada bando y, ya que estaban, para compartir tabaco, vino, carne y risas. Felicidad condensada en una tregua decidida por hombres “astrosos, barbudos, sucios… tan parecidos, tan humanos”, como les describe el historiador Juan Eslava Galán en La primera Guerra Mundial contada para escépticos.
Esa insólita confraternización, que muchos soldados bautizaron en las cartas que enviaban como “la escena más hermosa del mundo”, fue portada de periódicos en todo el planeta y, cómo no, también llegó a oídos de los mandatarios de ambas potencias que se encargaron de que regresaran de inmediato a la disciplina del miedo y las balas y, de paso, que nunca más volvieran a pensar por sí mismos.
Guerra Civil: abrazos y vítores a España de los contendientes
Esta escena de película en el marco de la IGM también tuvo su réplica, durante diferentes fases, en la Guerra Civil española, donde se produjeron numerosos partidos de fútbol furtivos entre republicanos y nacionales (Retóricas del miedo: imágenes de la Guerra Civil española), así como múltiples actos de confraternización y ‘vista gorda’ extraoficial para que algunos pudieran cruzar la línea enemiga e ir a abrazar a familiares (Desertores).
Uno de esos encuentros espontáneos entre hermanos enfrentados en armas quedó reflejado en un documento oficial del Ministerio de Defensa republicano que describe la siguiente escena de confraternización en Valfogona de Balaguer (Lérida):
El día 13 invitamos durante todo el día a charlar o confraternizar entre unos y otros, cosa a que se negó el enemigo a contestarnos a todo cuanto se le preguntaba. A las 9 de la noche fue cuando el enemigo nos respondió a nuestras preguntas, quedando conformes en cambiar la prensa y tabaco al día siguiente. A las 12 horas del día 14 intentamos salir dos de cada bando, pero el enemigo se negó invitándonos a salir uno de cada parte, saliendo de nuestra parte el delegado Antonio Ruiz (con uniforme de soldado). Yo observé que el soldado de Franco se acercaba al punto indicado con timidez, por lo que me obligó a cruzar el río al otro lado. Al juntarnos, ambos nos saludamos abrazándonos, saliendo al mismo tiempo de las trincheras los soldados de ambos lados prorrumpiendo en palmas y vítores a España.
Tal como habíamos convenido, al día siguiente a las 12 partimos un soldado y yo en dirección hacia ellos, como asimismo ellos también lo hicieron. Una vez los cuatro en la misma altura nos saludamos con camaradería y liamos un pitillo. Les puse en antecedentes de que dentro de pocos días íbamos a iniciar una fuerte ofensiva, invitándoles a la deserción si no querían ser víctimas de nuestras fuerzas. Ellos contestaron que lo único que querían es que la guerra acabase.
Es muy probable, a tenor de los entusiastas testimonios que, entre esos villancicos, junto a ese vino compartido, en ese pitillo a medias, en aquella pachanga improvisada, o en mitad de esos abrazos y vítores entre las dos Españas, aquellos hombres sintiesen felicidad. Quizá fuera una efímera felicidad fruto del embrujo navideño. Puede que días después se mataran sin piedad pero, al menos, por un momento descubrieron, según narraron, que la felicidad se encontraba en ese instante en el que fueron dueños de sus pensamientos, y pusieron en cuestión las ideas impuestas. Por un momento, durante esos días navideños, el marketing de la felicidad y el de las ideas marcadas murieron en acto de combate en favor del pensamiento crítico.
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