Durante la Primera Guerra Mundial el litoral levantino se convirtió en un refugio de barcos mercantes aliados que transportaban suministros en todas direcciones. No fue casual, era un lugar estratégico porque allí, a sólo tres millas náuticas de la costa, se encontraban las únicas aguas del Mediterráneo occidental donde estaban protegidos gracias a la neutralidad española, que se declaró oficialmente al inicio de la contienda. Sin embargo, en ocasiones las fronteras se volvían borrosas, y la necesidad de ahorrar tiempo para llegar a su destino hacía que muchos barcos cometieran errores que los submarinos alemanes no perdonaban.
En la Segunda Guerra Mundial la batalla pasó a estar en el aire, y los aviones emergieron como las máquinas de guerra de referencia. Y aunque, de nuevo, en el espacio aéreo español no se producían muchos combates, sí era una zona de paso donde en ocasiones se encontraban de manera fortuita aviones de ambos bandos. A ello había que sumar las averías que en ocasiones sufrían y que provocaban que muchas veces acabaran precipitándose al mar. Las costas españolas están plagadas de restos de barcos y aviones hundidos en esas épocas. Pero hay algunos puntos que se convirtieron en auténticos cementerios acuáticos.
Uno de ellos fue la costa de Tarragona, y en concreto un lugar conocido como el Mar del Ebro, que coincide con la desembocadura del río que lleva el mismo nombre. Allí se encuentra el mayor cementerio de pecios de la costa catalana, que consta de 13 barcos de la Primera Guerra Mundial y dos barcos y otros dos aviones de la Segunda Guerra Mundial. Unos restos que comenzó a explorar hace 30 años Josep Maria Castellvi, que inició un proyecto al que recientemente se sumó la Asociación Nacional de Arqueología Subacuática (Sonars) para darle una perspectiva más científica y metodológica, y que ahora acaba de ser nominado al Premio Nacional de Arqueología y Paleontología.
Cuando Castellvi comenzó a explorar los restos no se sabía nada de ellos. Lo único que había eran antiguas leyendas de pescadores, que habían ido pasando de generación en generación. "Los hundimientos sucedían lejos de la costa, y los supervivientes eran repatriados a sus países en pocas horas. Así que lo que nos había llegado eran retales de historias que decían que había un sólo submarino alemán, que se escondía en las aguas del delta del Ebro y que los comandantes alemanes desembarcaban a tomar cerveza en las tabernas. Pero a través de documentación alemana y británica hemos logrado desmontar esas teorías fantasiosas", explica el propio Castellvi.
La investigación ha demostrado que los submarinos alemanes, en realidad, querían en todo momento ahorrarse munición. Así que cuando detectaban barcos mercantes aliados se limitaban a intentar detenerlos y confiscarles la mercancía, y permitían a la tripulación abandonar el barco en los botes salvavidas. Sin embargo, si se negaban a colaborar optaban por quemarlo o torpedearlo. Esto acabó pasando, por ejemplo, el 11 de mayo de 1917, cuando un submarino U34 alemán torpedeó un mercante francés que llevaba a bordo civiles y algunos militares. Murieron 350 personas.
190 metros de profundidad
Los restos de los hundimientos se encuentran entre los 52 y los 190 metros de profundidad. "Los he documentado y explorado todos. Faltan sólo un par de ellos que están muy profundos", comenta Castellvi. Actualmente, tras la incorporación de Sonars al proyecto, una quincena de personas trabajan explorando cada año una zona diferente de las cuatro en la que dividieron el terreno.
El estado de conservación de los pecios, sin embargo, no es muy bueno por lo general. "Están bastante maltrechos. Primero porque los barcos fueron torpedeados o bombardeados, y segundo porque en sus estructuras se ha ido instalando materia orgánica, como ostras, que ha acabado haciendo que tengan prácticamente una segunda capa. El que mejor se conserva es un barco francés, que está a 65 metros de profundidad y tiene el puente prácticamente intacto. Fue quemado porque se enfrentó a un submarino, que le estuvo persiguiendo dos horas. Fuimos los primeros en bajar a verlo, no lo había hecho nadie nunca. Se me puso la piel de gallina", rememora Castellvi.
El promotor del proyecto recalca que están en contacto permanente con la Generalitat catalana para informarles de cada hallazgo, porque la zona reúne restos de distintas épocas, incluido algún yacimiento romano. "Haber sido nominado al Premio Nacional de Arqueología ha sido una sorpresa. Tenemos un proyecto espectacular, y es el reconocimiento al trabajo de mucha gente y a Sonars, que lo ha querido llevar a un nivel científico. Ganar sería un honor, pero solamente estar nominados ya es una satisfacción extraordinaria, porque cuando haces esto no lo haces por reconocimiento. Lo haces porque te gusta la historia, la investigación y la exploración", concluye Castellvi.
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