Un puente dejó expedito el camino hacia el fin del horror, marcando el principio del fin de la II Guerra Mundial y de las atrocidades del III Reich. En Remagen, un pueblo de Alemania occidental, sus 17.000 habitantes viven junto a los últimos vestigios del puente Ludendorff, que selló el destino de Adolf Hitler y su régimen. En pie permanecen hoy las torres, plantadas en ambas orillas del Rin.
Es primera hora de la mañana y la calma que se respira en las calles de Remagen contrasta con el tráfico de trenes que atraviesan el páramo y de barcos que navegan por el río, frente a los restos del puente. En una de sus torretas de granito se cobija el Museo de la Paz, que reconstruye la simbólica estructura que aceleró la victoria final sobre el nazismo, un hito que los europeos festejan el 8 de mayo y los rusos una jornada después.
Volger Theos es el director de la institución que con la determinación de un ejército de voluntarios locales mantiene la memoria de esos últimos meses de contienda. Theos nos cita en los aledaños de la iglesia de Apollinariskirche, una parroquia reconstruida tras la II Guerra Mundial que domina un colina desde la que Remagen asoma como un callejero ordenado, una sucesión de viviendas con tejados de pizarra. “Fue desde aquí donde se lanzó la ofensiva estadounidense”, explica provisto de un mapa con la estrategia militar que acabó en éxito.
Hasta entonces el Rin se había mostrado indómito. El río era una línea de defensa natural que blindaba a Alemania de los ataques desde el oeste
Obstáculo aliado
“El paisaje es hoy radicalmente distinto. En marzo de 1945 toda esta zona, hoy poblada de bosques, era un viñedo, con una imagen mucho más clara de las montañas cercanas”, comenta Theos. Han pasado 78 años pero pareciera siglos. Remagen es hoy un pueblo apacible, lejos de aquellos meses decisivos de 1945. Hasta entonces el Rin se había mostrado indómito. Como había ocurrido en otros periodos históricos, era una línea de defensa natural que blindaba a Alemania de los ataques desde el oeste.
El Rin favorecía la defensa germana y, con su caudal y amplitud, se volvía un obstáculo para el avance aliado. El inicio de 1945 había sido complicado para los que se alzarían luego con el triunfo. Hitler había decidido quemar sus últimas cartas en una contraofensiva suicida que amenazaba con alargar un conflicto devastador, con 60 millones de muertos y más de 10 millones de desplazados. Los planes iniciales trazados por el general Dwight D. Eisenhower rehuían el puente de Remagen, una infraestructura de 365 metros de longitud construida durante la I Guerra Mundial por prisioneros de guerra rusos que servía para el transporte ferroviario.
Lastrado por las bajas, el ejército alemán había recibido la orden de volar todos los puentes para evitar los progresos aliados. En Remagen, sin embargo, una sucesión de errores allanó la ruta hacia la liberación. Las dos cargas de explosivos que una vez albergó la estructura habían sido retiradas por miedo a un sabotaje enemigo. “El 6 de marzo, un día antes de la ofensiva, el material que había sido almacenado a unos 100 kilómetros de aquí se hallaba de camino. Llegó la jornada siguiente, apenas una hora antes de que el primer soldado estadounidense penetrara en el pueblo. Y, cuando llegó, se dieron cuenta de que solo eran 300 kilos y de un explosivo de peor calidad, empleado en la minería”, rememora Theos.
Caos y errores en las filas alemanas
“El puente quedó prácticamente indefenso, salvo por un puñado de ingenieros, miembros de la guardia local y unos pocos soldados de infantería. Fue un descuido fatal”, reconoce el historiador Charles Whiting. “Contra todo sentido común militar, los estadounidenses intentarían cruzar el puente”. Que el puente siguiera en pie, con sus arcos simétricos apuntalados por las torres de piedra, sorprendió al primer militar estadounidense.
La orden de su superior resultó inequívoca: había que emprender cuanto antes la misión de cruzarlo, con ayuda de los tanques. El pelotón se dividió en tres unidades que iniciaron el descenso hacia el enclave. A su favor jugó también el arresto de la división alemana que tenía la orden de hacer saltar por los aires el puente de Remagen y la dificultad de comunicarse por radio que hicieron vacilar a algunos de los
"Bajen a la ciudad. Atraviésenla lo más rápido posible y lleguen al puente. Los tanques irán delante. La infantería les seguirá a pie. Hagámoslo rápido". Fue la luz verde que recibió el teniente Karl Timmermann, un militar estadounidense de raíces alemanas que pertenecían al batallón de infantería blindada número 27. La tarea de conquistar el puente se saldó sin bajas en el bando aliado.
Diez días después de su liberación, el puente que había resistido los bombardeos estadounidenses y los intentos alemanes de borrarlo del mapa se derrumbó
El derrumbe definitivo
La última tentativa de detonar la estructura acabó en fiasco: a un error técnico le sucedió una explosión que hizo levantar el puente durante unos segundos pero lo mantuvo intacto. En mitad del fuego cruzado y el caos en las filas alemanas, el soldado Alex Drabik, junto a otros camaradas de infantería, fue el primer en cruzar el puente. Los últimos militares alemanes, refugiados en el túnel junto al puente, acabaron firmando la rendición. Los cuatro oficiales que no habían logrado demoler el puente sucumbieron a la ira de Hitler. Recibieron un juicio sumario y fueron ejecutados por cobardía con un tiro de gracia.
En las semanas siguientes los aliados consiguieron sitiar un área en la que aún permanecían 300.000 soldados germanos. Diez días después de su liberación, sin embargo, el puente que había resistido los bombardeos estadounidenses y los intentos alemanes de borrarlo del mapa para torpedear la victoria aliada se derrumbó. Había unos 200 soldados estadounidenses reparando la estructura. 28 perdieron la vida.
Las vicisitudes que llevaron a su caída -el exceso de peso y las heridas de su armazón- forman parte de la leyenda negra, la misma que engrosa “El puente de Remagen”, una película de 1969 rodada en República Checa de la que los vecinos del pueblo reniegan. “Olvídala. No tiene ningún rigor”, replica Theos, que aún recuerda la excitación y posterior decepción que acompañó su estreno en el cine local.
Las costuras del Ludendorff, uno de los contados puentes que los estadounidenses llegaron a controlar en los últimos compases de la guerra, permanecen a la vista. Los soportes que una vez mantuvieron a flote la estructura también han sido retirados para favorecer la navegación fluvial.
El puente es uno de los símbolos que recorre la red de itinerarios diseñados por la fundación Liberation Route Europe. Camino de cumplirse ocho décadas, un proyecto barrunta ahora reconstruirlo para el paseo de transeúntes entre ambas riberas, lejos de su objetivo inicial. “Tras la guerra, Alemania decidió no reconstruir instalaciones que hubiesen tenido un uso militar. Fue una decisión política y el puente de Remagen fue uno de los damnificados”, concluye Theos.
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