Hoy España ha celebrado el 45 aniversario de su primera Constitución plenamente democrática. Muchos dan por sentada la norma fundamental que garantiza los derechos de todos los españoles. Pero nunca está de más hacer historia para valorar en su justa medida el camino recorrido y constatar que la normalidad constitucional es algo relativamente reciente. Hace 200 años, el rey de España promovió una invasión extranjera para favorecer la derogación de la constitución de entonces. En 1823, la expedición de los Cien Mil Hijos de San Luis reestableció a Fernando VII como rey absoluto, marcó el comienzo de la llamada década ominosa y un largo periodo de división y luchas fratricidas al que solo el deficiente equilibrio de la Restauración canovista puso precario colofón en 1876.
Receloso de la idea de nación, Fernando VII prefirió fiar la supervivencia de la monarquía al reforzamiento de la alianza con la Iglesia
Todo empezó en 1808, con otra invasión francesa. La agresión napoleónica y la Guerra de Independencia propiciaron un acto inédito e insólito de dignidad colectiva que permitió la convocatoria en Cádiz de una auténtica asamblea nacional constituyente. En su primera reunión, celebrada el 24 de septiembre de 1810 en el Teatro Cómico de la Isla de León, las Cortes proclamaron la soberanía nacional en nombre del rey. Año y medio después, el 19 de marzo de 1812, se promulgó la primera constitución española, de corte liberal aunque fruto del compromiso con los absolutistas. Aquella carta magna establecía la división de poderes, el sufragio universal indirecto –excluyendo a mujeres, sirvientes y analfabetos– y una monarquía moderada.
Mientras en Cádiz tenía lugar el compromiso imperfecto pero plausible entre facciones hasta entonces irreconciliables y el país entero se batía en guerra contra el invasor, Fernando VII permanecía retenido en el castillo de Valençay, la residencia ofrecida por Napoleón a la familia real española, sin contacto con quienes luchaban en su nombre, aunque felicitando a su captor por sus victorias en España y a José Bonaparte por usurpar su trono. “Todo lo que se puede decir de los príncipes españoles es que vivieron”, escribió Talleyrand en sus memorias de la actividad de Fernando y de su padre, Carlos IV durante su benigno cautiverio francés.
El ingrato 'deseado'
Cuando la guerra española se puso fea, Napoleón abandonó el frente peninsular y permitió a Fernando VII regresar a España y recuperar el trono. El 24 de marzo de 1814 el rey llegó a Gerona. En su periplo hacia Madrid, el deseado fue aclamado como un heroico rey legítimo.
Pero el 4 de mayo, antes de llegar a la capital el día 13, decretó la nulidad de la Constitución y de toda la labor legislativa de Cádiz "como si no hubieran pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo". Fue el paso previo al golpe de Estado que restituyó el absolutismo y sus instituciones. Receloso de la idea de nación, Fernando prefirió confiar la supervivencia de la monarquía al fortalecimiento de la alianza entre el trono y el altar. Devolvió los bienes y derechos arrebatados a la Iglesia por José Bonaparte y por el régimen constitucional, restableció la Inquisición, permitió el retorno de la Compañía de Jesús y facilitó el acceso al círculo de poder de clérigos como su confesor, Víctor Damián Sáez.
El restablecimiento de la monarquía absoluta perpetuó la división en el seno de la sociedad española. A la pugna entre afrancesados y patriotas le sucedió el enfrentamiento entre absolutistas y liberales, que se enquistará en la sangrienta historia del siglo XIX español hasta el triunfo del siguiente compromiso imperfecto, la Restauración canovista sellada por la Constitución de 1876.
Una Constitución de ida y vuelta
Pero los liberales no renunciaron a su gran logro. Tanto para los que marcharon al exilio como para los que se quedaron en España para ser objeto de depuración, la Constitución, el reconocimiento de los derechos civiles y políticos del pueblo, era el único camino para que el país superase el trauma de la guerra y la crisis económica agravada por las independencias americanas. Acabar con el absolutismo era la única manera de sacar a España de su atraso.
Por ello, después de casi seis años de reinado absoluto, y pese a la represión contra toda actividad que oliera a liberalismo, el 1 de enero de 1820 tuvo lugar el pronunciamiento del coronel Rafael del Riego en el acuartelamiento sevillano de Cabezas de San Juan, a lo que siguió la restitución de la Constitución de Cádiz en marzo de ese año y el establecimiento del primer régimen liberal español. La situación obligó al rey a capitular. "Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional", rezaba el manifiesto de adhesión del monarca.
Pero desde el primer día, el rey maniobró contra el nuevo régimen. Obligado a ser rey constitucional con la recuperación de la ley fundamental de 1812, y privado en consecuencia de su condición de monarca absoluto, durante los casi cuatro años de vigencia del llamado Trienio Liberal Fernando VII se sintió prisionero del régimen, y no dudó en pedir ayuda a sus homólogos europeos para derribarlo.
Una conspiración real
En 1822, cuando la situación económica del país se había deteriorado aún más, los manejos de Fernando VII y la presión absolutista exterior se agravaron. La inestabilidad del régimen liberal llegó a un punto de no retorno tras la sublevación de la Guardia Real en Madrid el 7 de julio de 1822, instigada, cómo no, por el rey.
El gobierno había sido ostentado hasta entonces por los llamados doceañistas o liberales moderados, procedentes de la experiencia constituyente de Cádiz. Pero la presión política de los absolutistas llevó a que fuera el ala izquierda del liberalismo, los llamados exaltados o radicales, la que tomara la iniciativa. Lejos del posibilismo de los doceañistas, los exaltados defendían el más estricto cumplimiento de los principios liberales y democráticos.
Mientras, en el campo proliferaron las partidas guerrilleras integristas, encabezadas con frecuencia por miembros del clero. El 15 de agosto, Bernardo Mozo de Rosales, marqués de Mataflorida, proclamó la Regencia de Urgel, una suerte de gobierno en la sombra aprobado por Fernando VII. No logró aglutinar todas las voluntades realistas ni el respaldo de las potencias absolutistas, pero creó en nombre del rey el llamado Ejército de la Fe, que movilizó a más de 30.000 hombres, y en el que se integraron viejos guerrilleros de la Guerra de la Independencia, monjes trabucaires y militares retirados. Hubo una serie de crudos combates entre las fuerzas contrarrevolucionarias y el ejército, especialmente en Navarra y Cataluña, los mismos territorios donde años después arraigaría el irredento carlismo.
Aquella fue la primera guerra civil española. Cuando la rebelión estaba prácticamente sofocada, las grandes potencias europeas que habían derrotado a Napoleón y formaban la Santa Alianza decidieron en su Congreso de Verona, celebrado a finales de 1822, patrocinar una fuerza militar que ayudara a derrocar el régimen liberal español y restituir en el absolutismo a Fernando VII.
En abril de 1823, un ejército encabezado por el duque de Angulema y conocido como Los Cien Mil hijos de San Luis cruzó la frontera española por el Bidasoa. Paradojas: algunos de los más feroces combatientes contra el francés durante la Guerra de la Independencia luchaban ahora codo con codo junto al denostado vecino del norte para derrotar al liberalismo inspirado precisamente por las Luces francesas.
Nieto, sobrino e hijo de reyes
Nieto de Luis XVI y sobrino de Luis XVIII, Luis Antonio de Borbón y Saboya había nacido en Versalles en 1775. Era el hijo primogénito de María Teresa de Saboya y del conde de Artois, que reinará en Francia entre 1824 y 1830 como Carlos X. Por ello, durante el reinado de su padre, fue heredero al trono, y lo ocupó de manera efímera en agosto de 1830 como Luis XIX, aunque nunca llegó al trono, pues inmediatamente fue proclamada la monarquía liberal de Luis Felipe de Orleans.
Luis Antonio de Francia había abandonado Versalles junto a su padre nada más estallar la Revolución Francesa. Tras alistarse en el ejército borbónico que luchó contra la revolución, marchó al exilio con su padre y su tío el conde de Provenza, futuro Luis XVIII. En 1814, su tío, ya convertido en rey de Francia, le envió a España a combatir contra Napoleón bajo el mando de Wellington. En mayo de ese mismo año fue nombrado gran almirante de Francia.
Tras la derrota definitiva de Napoleón en 1815, aquel hombre feo y tartamudo, según cuentan los anales, se convirtió en uno de los hombres fuertes del Ministerio de la Guerra francés. Por ello, su tío lo puso al mando del Ejército de los Pirineos, conocido como Los Cien Mil Hijos de San Luis, aunque se calcula que sus efectivos reales rondaban los 130.000. El 7 de abril de 1823, Angulema cruzó la frontera por el Bidasoa, y avanzó con rapidez hacia Madrid. Lo hizo con delicadeza y prudencia, para evitar despertar en la población el recuerdo del paso devastador de las tropas napoleónicas.
Entró en la capital el 23 de mayo. Tres días después se formó una Regencia realista, presidida por el duque del Infantado, encargada de administrar el reino en nombre de Fernando VII mientras culminaba el derrocamiento del régimen constitucional. Las autoridades legítimas se trasladaron entonces a Cádiz con el rey. Angulema sitió la ciudad mientras sus tropas controlaban el territorio español. Al mismo tiempo, intentó sin éxito poner coto a la represión indiscriminada llevada a cabo por los realistas contra los liberales por medio de las Ordenanzas de Andújar, promulgadas en agosto.
El 1 de octubre de 1823, tras la rendición de los constitucionalistas, Fernando VII se reunió con Angulema en El Puerto de Santa María. Ese mismo día, el rey proclamó el decreto de derogación de la Constitución y declaró nulas todas las actuaciones del Trienio. La dureza de la represión deterioró la relación entre el rey y Angulema, que abandonó el país poco después. El 2 de diciembre fue recibido en París como un héroe, aunque él consideraba que había fracasado al ser incapaz de evitar la represión contra los liberales.
Los males de un poder a toda costa
Como en 1814, Fernando VII barrió de la mesa el legado liberal. Comenzaba la que se ha conocido tradicionalmente como década ominosa. Tras unos primeros meses de rigidez absolutista, comenzó a integrar a figuras moderadas. Renunció a restablecer la Inquisición, y en 1824 promulgó una primera amnistía para los liberales. No tardaron en surgir voces entre los integristas que exigían mayor firmeza contra el liberalismo y el retorno a un absolutismo estamental. Sin embargo, la crisis económica y social obligó al rey a implementar algunas reformas, como la creación del Consejo de Ministros, el Ministerio de Fomento, la Bolsa de Madrid, la ley de minas o el código de Comercio, aunque sin renunciar a sus plenos poderes.
Cuando el rey murió en 1833, dejó un país escindido y listo para embarrancar en una sucesión de guerras entre los partidarios de la legitimidad de su heredera, Isabel II –que contaba tres años cuando falleció su padre–, y los defensores de la tradición aglutinados en torno al hermano del difunto rey y aspirante al trono, el infante don Carlos. La voluntad de Fernando VII de conservar el poder a toda costa y la quiebra de la tradición constitucional iniciada de manera preclara en 1812 abocaron al país a más de cinco décadas de inestabilidad, condicionando su desarrollo y abonando la larga excepcionalidad que, tras la quiebra del régimen de la Restauración, la experiencia fallida de la Segunda República y la larga y siniestra travesía del franquismo, solo terminó en 1976, con la aprobación de la Constitución que celebramos cada 6 de diciembre.
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