Las hermandades masónicas son un misterio confuso en su inicio, su desarrollo y, por supuesto, en su legado. Allá por el año 1776, corrían por Italia rumores de una extraña sociedad secreta, un grupo que promovía la educación de la razón y la filantropía, oponiéndose a la influencia de la Iglesia en la sociedad. Los Illuminati de Baviera tenían una estructura interna masónica y, pese a ser la organización fraternal iniciática más recordada, no fue la primera. De hecho, la primera en salir de Gran Bretaña se fundó en España.

Se lo debemos al duque de Wharton, un noble inglés que, tal día como hoy, fundó en 1728 la primera logia masónica en Madrid. Lo hizo en el hotel francés Las Tres Flores de Lys, situado en la calle San Bernardo número 17, a la altura de la actual Gran Vía. La logia, registrada como la número 50 en los anales oficiales de Londres, atrajo a multitud de ciudadanos, tanto ingleses como locales, que mostraban curiosidad y simpatía por las ideas masónicas. La Inquisición no tardó en prohibirla.

Cincuenta sombras masónicas

En 1717 se había fundado en las islas británicas la Gran Logia Londinense, el principal cuerpo regulador de la francmasonería en Gran Bretaña todavía existente a día de hoy. El éxito fue inmediato y, en apenas 11 años, ya se había materializado en más de 49 logias a lo largo de toda la nación. La número 50 sería especial: había llegado el momento de internacionalizar esta práctica.

España fue el país elegido para hacerlo, y Madrid, su capital, el núcleo donde explotarla. Sin embargo, el papeleo deja claro que no se ponían de acuerdo en según que ámbitos, sobre todo su nombre: en ocasiones se la conocía como French Arms, mientras que otros incidían en que se la conociese con el nombre del hotel que hacía las veces de sede para sus reuniones. Al final, se la bautizó como La Matritense. El duque de Wharton firmaba los documentos pero en realidad no era más que un mero peón.

El verdadero impulsor de la masonería en España fue un tal Labely, un desconocido ingeniero londinense perteneciente a una logia británica quien, maravillado por las ideas masónicas revolucionarias abogó por la extensión de las mismas. Él, junto a Wharton, fundó La Matritense, y fue el primer y único maestre conocido de la logia española, que fijaba sus reuniones para el primer domingo de cada mes.

Wharton era, de puertas para afuera, el rostro de La Matritense, y debía estar encantado por ello, pues ha pasado a la historia como un personaje "inteligente, excéntrico, borracho, libertino y extraordinariamente ambicioso". Había venido a Madrid para, a través del duque de Liria y el duque de Ormond, ganarse el favor de Felipe V a la causa jacobina por el trono inglés. Claro que en Inglaterra no le debían de querer mucho, pues participó en el asedio a Gibraltar de la mano del rey español y contribuyó a divulgar el rumor de que el rey Jorge II era ilegítimo. Pese a ser la cara bonita de la logia española, jamás actuó como maestre. Para ello tuvo que esperar a la expansión de la masonería en Francia, donde sería nombrado el primer Gran Maestre de las Logias de Francia.

La masonería en España

En 1738, diez años después de la creación de la Matritense, el Tribunal de la Santa Inquisición prohibió la masonería en España. Una ley que se mantuvo durante los gobiernos de Fernando VI y Carlos III quien, pese a su carácter ilustrado, trató de frenar la expansión de las ideas masónicas en España.

Cuando Napoleón puso sobre su hermano, José I Bonaparte, la corona española, la masonería tuvo un –ínfimo– renacer. El recién proclamado rey se había iniciado en la masonería, y no tuvo problema en permitir la extensión de las logias a lo largo de todo el país, con la participación, en su mayoría, de los llamados afrancesados. Sólo en Madrid se crearon siete logias.

Sin embargo, cuando los franceses fueron expulsados del país y Fernando VII se sentó en el trono con la mano firme y un proyecto absolutista, las logias desaparecieron y las prácticas masónicas volvieron a ser delito, esta vez in extremis: las listas de afectos a la masonería ya no incluían solamente a masones, también a liberales y constitucionalistas. Fue un pretexto con el que matar dos pájaros de un sólo tiro: si destruías la masonería, destruías también las ideas liberales.

Pese a la muerte del monarca, la práctica siguió estando prohibida, y no fue hasta la Revolución de 1868 que pudo desarrollarse con la más pacífica normalidad. De hecho, muchos prohombres de la Segunda República fueron masones, lo que permitió a Franco justificar la persecución de la masonería durante la dictadura con la misma fanática obsesión que al absolutismo decimonónico.

Desde 1979, la masonería está legalizada en España. En Madrid abundan los símbolos de la sociedad secreta. El Templo de Debod, el Ateneo de Madrid o la Capilla de la Bolsa son algunos de los monumentos que esconden recuerdos de esa tradición antaño perseguida. Dispuesta a ser vista por aquel que sabe mirar.