En 1951, Venecia fue escenario de un evento que desafió el calendario y las convenciones: un baile de carnaval celebrado en septiembre. No fue un error ni una excentricidad colectiva, sino la obra de Carlos de Beistegui, un millonario obsesionado con la opulencia, que decidió organizar la que sería conocida como "la fiesta del siglo".

Un magnate sin freno

Nacido en Francia, de padres mexicanos pero con pasaporte español, el español Carlos de Beistegui (1895-1970) era un personaje singular. Sus gustos, sencillos: le gustaba viajar y gastar. Un pisito en los Campos Elíseos reformado por Le Courbusier y con una terraza diseñada por su íntimo Dalí, un château del dieciocho, un teatro barroco de 150 butacas... La Segunda Guerra Mundial había frenado su tren de vida, pero una vez terminado el conflicto que arrasó Europa, Beistegui volvió a la carga.

En 1948 compró el Palazzo Labia, ubicado en el Gran Canal de Venecia, y lo restauró con un objetivo claro: devolverle su esplendor renacentista. Cuando las obras concluyeron en 1951, Beistegui no quiso esperar hasta el Carnaval del año siguiente para mostrarlo al mundo. Su solución: organizar su propio carnaval el 3 de septiembre, con una lista de invitados de la élite cultural y aristocrática europea.

Le Bal Oriental: la fiesta del siglo

El evento, bautizado como Le Bal Oriental, reunió a una selección de la alta sociedad de la época. Christian Dior, Salvador Dalí, Cecil Beaton, Barbara Hutton y hasta el Aga Khan figuraban en la lista de asistentes filtrada por The Times. Sin embargo, no todos compartían el entusiasmo: Winston Churchill, el duque y la duquesa de Windsor y Hans Heinrich von Thyssen-Bornemisza rechazaron la invitación. Este último consideró "un baile tan fastuoso de mal gusto, después de la guerra y en un lugar cuyo alcalde es comunista", en referencia a Giovanni Battista Gianquinto, que gobernó la ciudad entre 1946 y 1951.

La temática de la fiesta se inspiró en El banquete de Cleopatra, la obra pintada por Giovanni Battista Tiepolo entre 1743 y 1744 que retrata una ostentosa apuesta entre la reina egipcia y Marco Antonio.

En vísperas de la fiesta, el ambiente en Venecia era inmejorable. Circulaban rumores sobre atascos de Rolls-Royces cargados de baúles en la frontera suiza. La expectación no podía ser mayor.

Un desfile de lujo y exceso

La tarde del 3 de septiembre, más de 1.500 invitados llegaron en 400 góndolas al Palazzo Labia, vestidos con trajes barrocos confeccionados por las grandes casas de moda. Pierre Cardin y Nina Ricci diseñaron decenas de atuendos, mientras que Dalí vestía un Dior y Dior, un Dalí. El anfitrión se lució con un atuendo escarlata, una peluca rizada y zancos de 40 centímetros, un intento por compensar su 1,67 m de altura.

Los invitados fueron recibidos por 70 lacayos vestidos con réplicas exactas de las libreas utilizadas en el Baile de la Duquesa de Richmond de 1815, celebrado la víspera de la batalla de Waterloo. Dentro, el ambiente se llenó de anécdotas y excesos: Orson Welles flirteaba con la condesa Teresa Foscari Foscolo, Geneviève Boucher de la Bruyère deslumbraba con un diseño de su marido, el diseñador Jacques Fath, y Beistegui bebía. Y bebía. y bebía

Un anfitrión difícil de soportar

A pesar de su éxito, Beistegui no era precisamente querido. Se le describía como egocéntrico, caprichoso y arrogante con amigos y amantes, sin distinción de género. En la fiesta lució hasta seis cambios de vestuario y se aseguró de que su salida estuviera a la altura del espectáculo: al atardecer del día siguiente, abandonó su propio baile en helicóptero, mientras en el palacio seguían sirviendo ostras y langostas.

Años más tarde, Beistegui vendió el Palazzo Labia y Venecia recuperó su carnaval en febrero. Hubo un intento de revivir la fiesta en diciembre de 1969, pero sin su anfitrión original, la celebración pasó inadvertida. Al parecer, para dar un espectáculo memorable hacía falta un millonario con suficiente ego y ganas de romper las reglas.