Manuel Astur (Sama de Grado, 1980) es un lírico sin complejos. En su último libro, La aurora cuando surge (Acantilado), los hallazgos poéticos se presentan en tropel. Puede que en una sola página de esta crónica poética de un verano en Italia haya más poesía (de la buena) que en todos los poemarios ilustrados (tapa dura, cara dura) que menudean en las librerías. Imágenes brillantes capaces de vencer la resistencia del lector más escéptico ante las metáforas.
Antes de la pandemia, Manuel Astur recorrió Italia durante tres meses y medio con Raquel, su pareja. De norte a sur, un Ford Fiesta y una tienda de campaña. Y la voluntad de vivir y de escribirlo. «¿Cuántos diarios italianos hay? ¿Es obligatorio escribir unos diarios si vienes a Italia? ¿Qué más se puede escribir de Italia que no se haya dicho ya?», se pregunta el narrador en los primeros compases del libro y del viaje, mientras asciende entre los viñedos verticales de Manarola, en la Riviera italiana, huyendo de las hordas que recorren sus pintorescas calles. La visión del pueblo desde la atalaya ofrece una primera epifanía que legitima, en efecto, la escritura –«existo mientras escribo», o, al menos, «existo mientras lo intento», leemos más adelante– y propicia por primera vez la oración que dara ritmo y justificación al cuaderno del autor: «Estoy aquí. Exactamente aquí estoy yo».
Lo explica Astur en conversación con El Independiente, en el arranque de dos días de entrevistas y presentaciones en Madrid –en la librería Cervantes y Compañía acompañado de su editora, Sandra Ollo, y un día después en la Rafael Alberti en conversación con el también poeta Juan Marqués–. Llega con un paquetito de caramelos Fisherman's Friends en una mano, los mismos que tomaba su padre, protagonista indirecto de este libro brillante, y que ahora él consume por placer y por afecto.
«Siempre ha habido mala poesía, pero nunca ha tenido tanta difusión ni se ha premiado como ahora»
manuel astur
«La idea inicial», apunta, «era utilizar la poesía como la han utilizado siempre los poetas orientales, desde Li Bai a Bashô: como un ejercicio de observación del mundo. Esto es un poco lo contrario de lo que hacemos hoy en día. Entramos en un museo o en una catedral y en lugar de mirar con los ojos miramos a través del móvil para hacer una foto que luego no volveremos a ver. El ejercicio de la poesía es todo lo contrario; es un modo de estar en un sitio. Llegas, observas, y cuando lo has visto de verdad escribes el poema, y eso es lo que queda. Me fui a Italia con esa intención, ese era el ejercicio, ver Italia de verdad. Era un viaje que había soñado con hacer toda mi vida y quería disfrutarlo de verdad, lo necesitaba. En un mundo ideal yo hubiera escrito el Diario de una calavera a la intemperie de Bashô. Lo que pasa es que yo soy Manuel Astur y no soy oriental. De hecho, es un poco insoportable lo de Bashô. Es demasiado objetivo, no pasa nada: comí arroz, di un paseo, llegué al templo de Nagasaki, vi la luna… y luego un haiku. Para mí la memoria, el pensamiento y la parte ensayística también son importantes. Así que, además de los poemas, que en el libro aparecen tal y como se escribieron durante el viaje, surgieron como epifanías los recuerdos, las notas e impresiones que después he trabajado literariamente».
Un duelo pospuesto
Y con ello un insospechado duelo pospuesto por la muerte de su padre un año antes. «Emprendí el viaje creyendo que ya lo había superado. Tampoco fue un gran duelo. Fue doloroso, porque siempre duele. Él murió de cáncer, pero con 80 años, después de una vida plena, sin dejar heridas y despidiéndose perfectamente. No hubo trauma. Pero de pronto en Italia fue como si el duelo de verdad hubiera empezado. Mi padre, un hombre muy culto, amaba Italia, y creo que allí lo sentí presente, por las ganas de contarle, de que él viera conmigo lo que yo veía. Los recuerdos me atacaron. Supongo que es el estado mental al que te lleva la belleza y el viaje auténtico, que es un poco volver a la infancia, porque eres como un niño que ve las cosas por primera vez. Todo eso se unió para que en el libro haya mucha más memoria de la que yo esperaba».
Pregunta.- ¿Es por ello que una obra sobre la belleza del mundo termine tratando también sobre la muerte y la insignificancia del individuo?
Respuesta.- En aquel viaje tenía ya 38 años. Empecé a sentirme viejo y a pensar en la muerte por primera vez. Italia, además, es un gran cementerio. De cultura, de civilizaciones y de belleza. Estás rodeado permanentemente de cosas que han dejado personas que ya no existen en lugares en los que han estado muchos de mis escritores y poetas favoritos. Te sientes diminuto. La insignificancia por otra parte es algo precioso a la hora de escribir. Creo que hay que escribir desde un sentimiento de modestia y de insignificancia.
P.- Al comienzo del libro mencionas una libreta que escribes durante casi un año tras la muerte de tu padre, en la que hay una ausencia deliberada de ti mismo. «En ella no sale la palabra Yo». ¿Es algo que tienes interiorizado como escritor?
R.- Creo que hay un exceso de ego, de vanidad y de individualidad en la literatura. Es habitual pensar que lo que nos pasa es único y especial por el mero hecho de que nos pasa a nosotros y que por ello merece ser contado. Yo no lo creo. Al revés: intento ser lo que dice Keats que debe ser el poeta, el espía de Dios. También por salud mental. Odio decirlo, porque queda un poco jipi, pero llevo muchos años haciendo meditación y forma parte de mi visión de la realidad: observar dejando aparte el ego, sin tantas opiniones y sin tantos juicios. Se trata de limpiar el cristal a través del cual vemos el mundo.
P.- El libro, en efecto, comienza con una cita de Lao-Tse. ¿Dirías que eres un escritor taoista, que tu escritura lo es o que se ha depurado a través de esta forma de pensamiento?
R.- Suena un poco feo y me asusta un poco, pero, si tengo una filosofía de vida, que no una religión, diría que en efecto es taoísta. Y eso influye en mi visión del mundo y en mi modo de escribir. Pienso, como los pintores taoístas, que es más importante dar un brochazo preciso y meditado que dar cien irreflexivos. Intento escribir así, y por ello no me fuerzo a escribir a toda costa. Para mí la literatura no puede ser un sufrimiento, tiene que ser un placer. Yo siento placer escribiendo.
P.- La aurora cuando surge rebosa de hallazgos poéticos y de imágenes brillantes. No avergonzarse de ello es una actitud valiente en tiempos de sospecha hacia la poesía. Es como si cierto cinismo ambiente condenara por improcedente cualquier metáfora un poco audaz…
R.- Quizá hoy en día da un poco de vergüenza definirse como poeta porque hay una sobreabundancia de mala poesía; en las redes sociales pero también en los premios apoyados por instituciones. No voy a decir que nunca ha habido tanta mala poesía como ahora, porque la ha habido siempre, pero nunca ha tenido tanta difusión ni se ha premiado como ahora. En mi caso, acabo de hablar del taoísmo como una filosofía y no como una religión, pero si tuviera una religión sería la poesía. Mi modo de pensar, de entender y de estar en el mundo es poético. Yo no soy nada profano. Estoy un poco pirado, digamos.
P.- Eso explica esa especie de hiperestesia, la capacidad del narrador para ver y escuchar todo lo que sucede a su alrededor y reconocer el lirismo y la sensualidad de todas las cosas, desde un camión de fruta ambulante al baño colectivo de un camping.
R.- Intento liberarme de las opiniones y los juicios que nos ciegan. Vivimos con anteojeras, y la poesía te permite abrir el campo de visión y darte cuenta de todo. No juzgando, observando sin opiniones inamovibles. El viaje verdadero siempre ha sido eso.
P.- ¿Qué llevaba leído para ese largo viaje?
R.- Yo soy un gran amante de Italia. La poesía italiana del siglo XX es la mejor de los últimos mil años. El Cancionero de Umberto Saba es uno de mis libros favoritos y afecta necesariamente a mi visión de aquel país. También la idea, no tanto de Italia como del Mediterráneo, de Lawrence Durrell. Influye en mi descubrimiento de la luz y del modo de vivir de todo ese mundo meridional. Porque no olvidemos que yo soy asturiano, así que se trata de una geografía que me resulta un poco ajena.
(Tan ajena que fue en Shanghái, nos enteramos leyendo La aurora cuando surge, donde Astur escuchó por primera vez el zumbido de las chicharras.)
P.- ¿Y qué hay de esa oración recurrente que recorre el libro y que articula de algún modo el viaje y el duelo?
R.- Escribir un libro es buscar el sentido de lo que eres y de lo que haces, es construir tu propia oración. Cuando la descubres, cuando reconoces lo que estás contando, nace el poema. Esa frase –«Estoy aquí. Exactamente aquí estoy yo»– aparecía por todos los lados en mi libreta de viaje. Era el modo de expresar que había ido a Italia para estar presente, para estar allí y sentir una plenitud. Por eso se repite y es lo que resume el espíritu del libro. El narrador busca estar en un lugar exactamente, sentir que está plena y totalmente en ese lugar.
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