En 2020, Luis López Carrasco (Murcia, 1981) ganó un Goya por El año del descubrimiento. En aquel documental, la crisis económica y social provocada en 1992 por la reconversión industrial en Cartagena contrastaba con el brillo de los Juegos Olímpicos y la Exposición Universal. Ahora, el cineasta ha conseguido el Premio Herralde de novela con El desierto blanco, una distopía elíptica que arranca en el Madrid post 15-M y cuyo arco argumental se prolonga hasta un futuro próximo en el que la humanidad se ve obligada a colonizar el espacio para escapar de un planeta Tierra acuciado por la crisis climática y política. De esta circunstancia el lector se hace una idea difusa pero muy estimulante después de recabar indicios leves a lo largo de las escasas 160 páginas del libro.
"Trabajando en la biblioteca de Marqués de Vadillo me vino a la mente una imagen y la puse por escrito. Escribí, literalmente, el último párrafo de la novela. No quiero desvelar nada, pero me interesaba la idea de dos personas observándose desde la lejanía más absoluta. Ese fue el punto de partida. Y luego fui estructurando el libro sabiendo que tenía que llegar a ese momento final donde convergen todas las historias, y que, aunque yo al principio quizá no lo sabía, proyectan hacia el futuro las experiencias de separación y despedida que afectaron a las personas que emigraron de España por la crisis", explica López Carrasco durante la entrevista con El Independiente en la cafetería del Edificio Nouvel del Museo Reina Sofía, cascarón de la ilusión de prosperidad generalizada que se esfumó con esa crisis de la que habla y que alienta los conflictos personales y colectivos de su libro.
De la realidad a la (ciencia) ficción
La primera de las historias fragmentarias que forman El desierto blanco –y que el lector debe asimilar y ordenar como un puzle para acabar recomponiendo a su manera una trama central que discurre oculta– relata una dinámica de grupo entre los aspirantes a un puesto de librero en unos grandes almacenes de Madrid. Los participantes deben imaginar que viajan juntos en un globo huyendo de una aniquiladora guerra mundial. Son los últimos supervivientes de la raza humana. En el horizonte se perfila una isla desierta donde empezar de nuevo. Pero para llegar hasta ella están obligados a soltar lastre: deben debatir y ponerse de acuerdo para eliminar a uno. El elegido deberá lanzarse voluntariamente al mar.
Esta entrevista laboral extrema, que discurre alocadamente y anticipa el desarrollo distópico de la novela, parece fruto de la imaginación de López Carrasco. Pero sucedió tal y como se relata en el libro, confiesa. El autor participó en ella, fue el sacrificado por sus compañeros... y consiguió el puesto. Aquel fue uno de los trabajos precarios que encadenó durante sus primeros años en Madrid, aunque no revela para qué empresa. "Firmé un contrato de confidencialidad", explica. Hoy es profesor ayudante de Comunicación Audiovisual en la Universidad de Castilla-La Mancha, aunque sigue viviendo en Madrid. Cerca de Atocha, desde donde viaja un par de días a la semana al campus de Cuenca para impartir clase.
Pregunta.- En El desierto blanco consigue pintar un panorama inquietante sin escribir expresamente en clave apocalíptica.
Respuesta.- Yo no percibo la novela como una distopía. Me parece que, de todas las posibilidades que nos vamos a encontrar en el futuro a medio o largo plazo, la que yo ofrezco en el libro es más bien realista, y casi utópica si pensamos en las volatilidades e incertidumbres en que vivimos. Me parece casi el mejor de los escenarios posibles. Y no es una cuestión de derrotismo. La realidad es la que es.
P.- Vincula el malestar de una generación de españoles, la suya, con el malestar global provocado por la crisis climática y de recursos. El escapismo de los personajes que deciden huir, ya sea al pueblo o a Berlín, no sirve de nada.
R.- Los paraísos no reconfortan más que de manera muy puntual y no producen ya ninguna escapatoria efectiva. Nos encontramos ante escenarios de absoluta incertidumbre y volatilidad, de crisis climáticas complicadas y muy nuevas. Es algo que puede suceder. De repente llega una pandemia, o siete seguidas. En estos casos, desde luego, el escapismo no es más que un callejón sin salida.
P.- Escritores de ciencia ficción como Cory Doctorow consideran la ciencia ficción el género ideal para la denuncia de los grandes problemas globales del presente.
R.- Tendemos a pensar en la ciencia ficción como en un género más pulp, pero a mí me interesa el enfoque de autores como Doctorow o Ursula K. Le Guin, que desde la ciencia ficción han podido hablar de cuestiones como la desigualdad o la escasez de recursos. Otros, como Don DeLillo o Thomas Pynchon, siempre me han parecido escritores de ciencia ficción, en la medida que miraban la realidad desde la distancia y la distorsión justas para visibilizar sus incongruencias. Creo que Olga Tokarczuk también está utilizando miradas distópicas o futuristas para hablar de presentes proyectados hacia un futuro inmediato. Yo me siento identificado con todo ello. Mi libro anterior, Europa (2014), era de ciencia ficción más o menos ortodoxa, mi propia formación como escritor está vinculada a autores como Philip K. Dick, Robert Silverberg o Jack Vance, y he trabajado como guionista en películas que se desarrollaban en el futuro y en las que se acababa el mundo. Me pregunto qué dice esto sobre nosotros como sociedad, por qué parece que somos incapaces de imaginar un futuro que no sea catastrófico. Pero creo que la ciencia ficción es una buena herramienta para leer el presente. Aquí la he utilizado para producir la extrañeza suficiente sobre cosas que damos por sabidas y que a lo mejor hay que volver a mirar de otra manera.
P.- ¿Ayuda ser de Murcia para pintar un futuro devastado?
R.- Si hablamos de desiertos y de desertificación, Murcia, Alicante y buena parte del sur de España están construidas sobre modelos de desarrollo de enorme fragilidad. ¿El turismo de masas se va a poder mantener? ¿Son sostenibles los vuelos low cost? ¿Es sostenible el modelo de desarrollo urbano que se ha establecido en lugares como Benidorm, que pasa de 40.000 a 500.000 habitantes en agosto, las redes de alcantarillado y de luz con vecinos que no pagan impuestos en esos sitios? Evidentemente no. Tampoco un modelo agrario basado en trasvases y en implantar cultivos de regadío y campos de golf en tierras de secano. Ese modelo, que además pasa por exportar un porcentaje elevadísimo de tu producción, es completamente insostenible. ¿Cómo se hace sostenible? Inventándonos un partido de ultraderecha, porque nuestro modelo solo sirve si tienes mano de obra que no tenga derechos. A Vox lo vota toda la Vega del Segura, que es donde están los empresarios que están financiando ese partido. Son modelos económicos que solo se pueden sostener con proyectos políticos cada vez más autoritarios. Esto es lo que tengo presente cuando pienso en escribir desde un lugar desertizado como Murcia y que debería replantearse cómo produce empleo o cómo se relaciona con su medio.
P.- En la novela, el desasosiego generacional no es exclusivo de los jóvenes que vivieron el 15-M sino que lo comparten con sus mayores.
R.- Para mí era importante intentar introducir, dentro de que el libro toca el tema de manera muy tangencial, que el 15-M fue un fenómeno intergeneracional, aunque quizá se nos haya olvidado. Había una rabia y una frustración juveniles, pero imagínate el nivel de decepción de quienes eran jóvenes en la Transición, que disfrutaron en parte de la construcción de una democracia y de un estado de bienestar, aunque limitado, y que vieron que sus hijos se veían obligados a marcharse lejos para ganarse la vida. Eso es tremendamente doloroso. Lo que pasa es que desde entonces se han sumado muchos más shocks, crisis y más crisis que han dejado noqueada a la sociedad. El gran problema es que consideremos que vamos a volver a 2005. Que no sé si en 2005 estábamos bien, que creo que tampoco. Pero se está generando una especie de fervor de pensar que los 90 y los 2000, con un modelo de sociedad basado en la especulación financiera e inmobiliaria, era algo deseable porque hubo una serie capas sociales que pudieron acceder a un adosado, una barbacoa, un jardincito o unas vacaciones donde fuese. Pero eso no va a volver. Y si la izquierda intenta proponer recetas que nos hagan pensar que eso va a volver, eso solo puede generar frustración y angustia, y el populismo y el autoritarismo ofrecen unas recetas fáciles a las que aferrarte cuando estás angustiado. Las consecuencias del crac del 29 acabaron en fascismo y guerra.
La conversación con López Carrasco se desliza con facilidad hacia lo político. Su manera de entender la creación, ya sea literaria o cinematográfica, está estrechamente vinculada a su visión del mundo. Pese a ser cineasta, su escritura tiene poco de cinematográfica –"Yo creo que cuando escribo trabajo con otra parte del cerebro"–, y su faceta narrativa tiene una intención propia, singular. "Hace muchos años que decidí que todo lo que tenga que ver con la ficción y lo imaginativo era mejor desarrollarlo literariamente. Levantar un proyecto cinematográfico es costosísimo, larguísimo, y a veces no sale. Cuando hago narrativa literaria me libero de todas esas servidumbres. De hecho, pensar que si lo que escribo se adapta algún día no dependerá de mí es uno de los principales incentivos".
Ahora está centrado en su tesis doctoral, de la que confía que algún día salga un ensayo, dedicada a una serie documental de TVE, Vivir cada día, que estuvo en antena entre 1978 y 1988 y cuyo archivo representa "una memoria social lateral, alternativa y heterogénea que cuestiona profundamente las narrativas oficiales de los años 80 en España. Que ahora parece que los 80 fueron jauja, pero díselo a quienes padecieron la desindustrialización, el sida o la lacra de la heroína".
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