John Kennedy Toole llevaba dos meses en paradero desconocido cuando frenó su Chevrolet Chevelle azul junto a una carretera secundaria en Biloxi, Misisipi. En el asiento delantero descansaba una carta de despedida y una manguera de jardín, la decisión ya estaba tomada.
Aquel 26 de marzo de 1969, Toole tenía 31 años y la esperanza se había esfumado. Su gran obra maestra, La conjura de los necios, no se iba a publicar nunca, la asfixiante presión de su madre tampoco iba a desaparecer y cualquier horizonte posible lejos de la frustración se había desvanecido.
La historia que nos quedó es la de un genio incomprendido, incapaz de lidiar con el fracaso y el relato de una madre coraje que luchó, por todos los medios, para que su talento no muriera también en aquel Chevrolet. El resultado, un Premio Pulitzer póstumo, multitud de homenajes y reconocimientos en su Nueva Orleans natal y una obra aclamada por crítica y público. Dos únicas novelas capaces de convertir en clásico a un autor que no conoció la publicación en vida.
A partir de ahí, todo lo que puede caber en la historia de una persona que toma la decisión de irse de este mundo para siempre. Y lo único realmente palpable que nos queda de un escritor tan enigmáticamente inaccesible, su obra.
Primero fue La biblia de neón, una novela de aprendizaje escrita con 16 años que es el relato de un adolescente que repasa su infancia desde un tren en marcha mientras abandona por primera vez su pueblo. Un retrato de la América profunda, con toda su violencia, sus supersticiones y sus prejuicios, en la que aflora la incapacidad de su protagonista para encajar en una sociedad uniformemente mezquina.
Después, tras una temporada en el ejército, llegó la culminación de su gran obra: La conjura de los necios. Una tragicomedia donde se repite, aunque de forma más satírica y desvergonzada, el asunto de la inadaptación de su icónico protagonista, Ignatius Reilly. Aquí Toole dio rienda suelta a su agudo sentido de la ironía y construyó una novela capaz de retratar la miseria y absurdidad de la condición humana utilizando un tono cómico, inteligente y piadosamente comprensivo.
Ken, como lo conocían desde pequeño entre sus familiares y amigos, venía de un ambiente sobreprotector en casa, donde su madre había adquirido un papel demasiado absorbente en su educación. Thelma Toole controlaba cada uno de los pasos de su hijo, imprimiéndole desde pequeño la marca de la excelencia y cierto rechazo hacia sus iguales. Incluso trató de hacer de él un joven artista en las ‘follies’ de la Junior Variety Performers, una pequeña compañía de aspirantes a niños prodigio organizada por Thelma cuando Ken tenía 10 años.
El joven Toole respondió como se esperaba, con buenas calificaciones en la escuela y logrando un meritorio graduado superior en lengua inglesa por la Universidad de Columbia, llegando a ser profesor asistente de inglés en la Universidad de Lafayette durante un año, justo antes de que lo llamaran a filas.
Cuentan sus amigos de entonces que aquellos años, entre 1961 y 1963, sirviendo a su país en Fort Buchanan (Puerto Rico) fueron los mejores de su vida. Allí fue profesor de inglés para los reclutas puertorriqueños, llegó a sargento en menos de dos años y encontró la tranquilidad necesaria para escribir su novela. "Desde mi punto de vista, el Ejército me ha dado cuatro cosas inestimables: tiempo, desapego, seguridad y privacidad" (John Kennedy Toole, en una carta a su editor Robert Gottlieb).
Tras cumplir con el servicio militar, Toole volvió a casa con la esperanza de publicar la novela que había escrito y dar el salto definitivo a la literatura, abandonar el nido, seguir creciendo y superando etapas, como había hecho hasta ahora. Pero al contrario de lo que había estado acostumbrado a pasarle, llegó el estancamiento. Su editor, Robert Gottlieb de la editorial Simon and Schuster, con quien trataba de afinar la novela, no parecía muy entusiasmado con la publicación. "No va de nada", le respondían desde la editorial. "Se puede mejorar, pero no se venderá", decía la última carta que el escritor recibió de Gottlieb que, según Thelma, destrozó a su hijo.
Nada cambiaba en la vida de un John Kennedy Toole que, cumplida la treintena, veía cómo su juventud se consumía sin el éxito prometido y el cerco que su madre había echado sobre él cada vez apretaba más. El callejón sin salida en el que se estaba convirtiendo su vida no le dejaba respirar y el abatimiento se volvió depresión.
René Pol Nevils y Deborah George Hardy sugieren en la primera biografía del escritor publicada bajo el título de Ignatius Rising, que el malogrado autor terminó sus días atormentado por una homosexualidad latente, el alcoholismo y la locura. Razones que encajan a la perfección con la caricatura de artista maldito que se espera de un personaje así.
En Una mariposa en la máquina de escribir (Anagrama), una biografía menos sensacionalista y más coherente con la realidad, Cory MacLauchlin niega esta tesis poniendo en duda los testimonios en los que se basan para afirmar asuntos no demostrados como su sexualidad o el alcoholismo. "Desánimo por no conseguir publicar su novela; una identidad sexual ambivalente; alcoholismo; una madre narcisista y una vida familiar insoportable... Todas respuestas muy prácticas a la pregunta por el motivo del suicidio. Y si bien pueden o no ser ciertas, no terminan de convencer", escribe MacLauchlin.
"Había vivido atrapado por los vínculos del deber filial, y tenía dos novelas sin publicar guardadas en casa de los padres. En cierto modo, se había convertido en lo que más temía, un supuesto erudito que daba clases a estudiantes universitarios sin nada que le diera prestigio, sin un legado que dejar, y abocado a buscar y buscar algo que le ayudara a mantener a sus padres a flote mientras la vejez los iba deteriorando", argumenta el biógrafo.
La escapatoria definitiva con la que fantaseaba en el final de sus dos novelas no terminaba de llegar, y el 19 de enero de 1969, Toole forzó su marcha de casa tras una intensa discusión con su madre, sobre la que Thelma nunca ha querido desvelar el motivo. Tras aquello, dejó el trabajo, a sus padres, sacó todo su dinero y se fue de Nueva Orleans en su Chevy Chevelle azul sin mirar atrás.
Estuvo dos meses en la carretera recorriendo el país, pero por alguna razón acabó dando media vuelta hacia Nueva Orleans. En el camino de regreso, Toole dejó la carretera principal y se dirigió a Popps Ferry, una carretera secundaria a las afueras de Biloxi. Allí aparcó a la sombra de unos pinos, conectó una manguera al tubo de escape, pasó el otro extremo por su ventanilla, dejó escrita una última carta para sus padres y esperó a que llegara "la muerte dulce".
Aquel viaje no le sirvió para encontrar lo que fuera que estaba buscando, la vida se había vuelto inhabitable y, al mismo tiempo, algo le impedía completar su huída definitiva. La única salida que encontró fue aquella aquella forma errabunda de morir, dentro de un coche aparcado en medio del camino a ninguna parte.
Thelma Toole destruyó la carta que podría haber arrojado algo de luz sobre las auténticas razones de su suicidio. Más tarde, cuando la novela logró publicarse gracias a su incansable insistencia y ella se volvió la cara visible de un fenómeno literario digno del Pulitzer en 1981, se le preguntó por el contenido de la carta. En una ocasión afirmó que se trataba de una consecución incomprensible de delirios, y otra vez dijo que en ella su hijo se disculpaba por lo que iba a hacer y decía que les quería mucho.
A partir de ahí, Thelma se dedicó a editar, en el amplio sentido de la palabra, el legado de su hijo, evitando cualquier mal recuerdo e idealizando todos aquellos en los que su hijo no dejaba de ser aquel genio incomprendido que el mundo se perdió. Su fama como madre de artista maldito se volvió casi comparable a la de la novela. Y en cada ocasión que tuvo, aprovechó para culpar de la muerte de su hijo a su editor Robert Gottlieb, quien realmente había dejado de cartearse con su Ken años antes del final. Y así fue como quedó para siempre la leyenda del gran escritor que se quitó la vida convirtiéndose en una especie de mártir de la literatura.
"Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él" dice el prefacio que Toole eligió para el inicio de su gran novela. Una frase tomada de Jonathan Swift que, en el caso del escritor de Nueva Orleans, parece haberse convertido en una especie de profecía autocumplida. A John Kennedy Toole esta conjura le costó la vida y, al resto del mundo, casi le cuesta la pérdida de una de las voces más originales, frescas e inteligentes en la narrativa del siglo pasado.
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