Poeta, boxeador, bohemio, artista, provocador, dandi, marinero, escritor y, por supuesto, sobrino de Oscar Wilde. Son muchos los epítetos que siguen al nombre de Arthur Cravan (1887 - 1918), el fascinante hombre al que André Breton tuvo a bien coronar como el "héroe del siglo XX". Su historia tiene más que ver con el terreno de la fantasía que con el de la realidad, y es precisamente esa "vida de película" la que ha generado en torno a su figura ese aura de leyenda.
Nació en Lausana (Suiza), con el nombre de Fabian Avenarius Lloyd, y se lo cambió a Arthur Cravan en honor a uno de sus poetas favoritos, el también disoluto y enigmático Arthur Rimbaud. Su tía Constance Lloyd se casó con Oscar Wilde y en torno a esa circunstancia familiar decidió desarrollar una parte importante de su personalidad.
Estudió en un prestigioso colegio británico en Suiza del que fue expulsado por agredir a un profesor a los 16 años. A partir de ahí, dedicó su vida a viajar por todo el mundo, en un ejercicio de desarraigo que le permitió ser quien quería ser en cada momento y al mismo tiempo nadie en particular.
"Escribo para molestar a mis colegas, para que hablen de mí y para intentar hacerme un nombre. Con un nombre uno tiene éxito con las mujeres y en los negocios"
Se infiltró en la bohemia parisina al mismo tiempo que cimentaba su carrera pugilística. Demasiado refinado para sus compañeros boxeadores, tampoco alcanzó reconocimiento entre los escritores que lo miraban con desprecio. Combinaba la tosquedad primitiva necesaria para subirse a un cuadrilátero (sus casi dos metros de altura ayudaban), juntó con la elocuencia y la sensibilidad culta de un escritor.
Desde muy joven empezó a editar su propio fanzine, Maintenant (Ahora), donde solo escribía él. Fue ahí donde escribió varios textos elogiando a su tío e incluso fantaseó con que fuera su padre, autoerigiéndose como una especie de heredero legítimo de Oscar Wilde. Pero también fue a través de esas publicaciones cómo terminó ganándose la fama de provocador y "antimodernos", llegando incluso a buscarse problemas legales con Apollinaire por llamarle judío.
El desprecio que sentían por él los vanguardistas de la época era algo recíproco. Y si ellos pensaban de él que no era más que un payaso y un agitador sin talento, Cravan no tenía ningún reparo en admitir que en su ranking personal primero estaban los deportistas, después los ladrones del Louvre y los locos, y en la última posición los artistas.
Como boxeador, su mayor mérito consistió en un combate contra el campeón de los pesos pesados Jack Johnson en La Monumental de Barcelona. Cuentan las crónicas de la época que el enfrentamiento estaba amañado y cuando Cravan cayó en el sexto asalto, el público acabó tirando sus sillas al cuadrilátero en protesta por la calidad del espectáculo.
Con aquel combate y alguno más durante su estancia en Barcelona -a la que huyó para evitar la Primera Guerra Mundial-, Arthur Cravan consiguió hacer algo de dinero para cruzar el Atlántico. En Nueva York se hizo un nombre entre los Independientes como Duchamp o Picabia, quienes le invitaron a presentar
En ese otro ambiente bohemio del Greenwich Village de Manhattan conoce a la poeta y pintora Mina Loy de la que termina enamorándose perdidamente en 1917. Ese mismo año comienza un viaje por todo el este de Estados Unidos, vistiendo a veces ropas de soldado; pasa a Canadá disfrazado de mujer y trabajando en granjas; se enrola en un barco pesquero danés y llega a México, donde, según Blaise Cendrars, Arthur cruzó a nado la frontera del río Grande. Allí consigue reunirse con su amada Mina Loy, a la que termina convirtiendo en su segunda esposa.
En septiembre de 1918 deciden mudarse a Buenos Aires, por motivos económicos viajan por separado. Loy, embarazada, lo hace en una barco sanitario con bandera japonesa, mientras Arthur se busca las mañas para embarcarse en un velero que termina naufragando en el golfo de México.
Todos los hechos que aquí se relatan están cubiertos por un atractivo velo entre el misterio y la leyenda, a través del cual este escritor sin (apenas) obra se ha convertido en un hombre paradigmático del siglo XX. Su vida nos lleva fascinando desde que murió a los 30 años, aunque incluso para eso también existen teorías.
Pero dejando a un lado lo increíble de su historia, el hombre de verdad, el que existió más allá de la leyenda, lo conocemos gracias a su correspondencia amorosa con Mina Loy. En un personaje tan fácilmente mitificable, cuyo atrevimiento y excentricidad invitan a envidiarlo e incluso endiosarlo, es el amor lo que paradójicamente lo convierte en un individuo más mundano, un hombre de carne y hueso.
La intimidad de una carta para humanizar al mito
"Me has reprochado ser rudo, y voy a defenderme diciendo que sólo los rudos son excepcionales. Como prueba, Balzac, Beethoven... Te hablo de estas cosas porque me gustaría mucho agradarte. Ni siquiera soy periodista ni publicista, ni un moderno. Pero te juro que hay algo poderoso y eterno en mí. ¡Y me convertiré incluso en el más moderno! Ya lo verás. He dispuesto mi vida de manera que pueda meditar, estudiar y trabajar todas las mañanas y dar mis clases después de comer y por la tarde. Ya he recuperado mi dignidad", escribe Cravan en las Cartas de amor a Mina Loy, editado en castellano por Periférica.
En esta correspondencia que ocupa el tiempo que ambos pasaron separados durante 1917, antes de su reunión en México, podemos ver al auténtico Arthur Cravan, el que trata de despojarse de los artificios y la fanfarronería para enamorar a su amada. "Mis cartas son idiotas, pero espero que no me lo tengas en cuenta: ¡no soy un literato!".
El amante realiza en esta demostración de intimidad compartida un recorrido a través del cual el amor desesperado se convierte en la manera de alcanzar un estado de ensimismamiento y de exposición total, donde solo los sentimientos propios, desprovistos de cualquier formalidad, realmente importan. "Yo solo estoy realmente bien cuando viajo y me convierto prácticamente en un imbécil cuando permanezco mucho tiempo en el mismo lugar", confiesa en una de sus primeras cartas.
Exultante y embravecido por momentos, el lector puede ver cómo funciona la montaña rusa del enamoramiento, con los celos, las inseguridades, la vacilaciones casi infantiles de un adulto de 30 años que se muestra pequeño y tremendamente vulnerable frente a su amada. "Podría pasarme horas llorando. Pero, como tú (me conozco), tengo miedo de abandonarme. Soy el hombre de los extremos y del suicidio".
Cravan parece un equilibrista en la difícil tarea de mantenerse cuerdo a medida que la distancia va endureciendo la cuerda. No tiene ningún problema a la hora de mostrar su lado más tierno y melancólico, como en este fragmento: "Estoy poseído por uno de esos amores excepcionales, de la misma manera que no se encuentra un gran talento más que cada cincuenta años", y también más estrafalario: "He hecho voto de castidad, lo que no me costará más que dejar de fumar, y nunca más, nunca más si Dios ha decidido que no te vuelva a ver, daré si quiera un beso a otra mujer".
"Echo atrozmente de menos tu hermosa inteligencia"
Y por supuesto auténtica adoración por la receptora de estas cartas, a quien le pide insistentemente que le responda con cartas largas, con "mil detalles sobre tu vida. Todo me interesa".
El "lector voyeur" que se acerque a esta correspondencia se dará cuenta de que falta la otra parte, la que respondía Mina Loy. Lo que sí puede saber es que tras tanta desesperación el amor acabó triunfando. Y como prueba, más allá de su matrimonio, quedará para siempre la respuesta que ofreció la poeta a The Little Review en mayo de 1929: TLR: ¿Cuál ha sido el momento más feliz de su vida? Mina Loy: Cada momento que he pasado junto a Arthur Cravan. TIR: ¿Y el más desgraciado? (Si quiere responder.) Mina Loy: El resto del tiempo.
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