París, 1920. La capital francesa bulle de hombres y mujeres deseosos de dejar huella, de románticos empedernidos que se refugian en las artes para dar voz a sus sentimientos más profundos. La danza, el teatro y la pintura están a la orden del día. Y escritores extranjeros se instalan por cuatro perras soñando con la gloria imperecedera de la literatura. Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald y, por supuesto, James Joyce, reptaban cada mañana a una pequeña librería, probablemente resacosos por las cantidades ingentes de alcohol que consumían cada noche (la dura vida del escritor atormentado), con la esperanza de encontrar una buena obra que les mantuviera apartados de la cegadora luz del día. El establecimiento, que a día de hoy mantiene aquella labor humanista de compartir historias, se erigió como epicentro de una revolución artística nacida en una época en la que todo era posible; y su artífice, la librera estadounidense Sylvia Beach, fue la figura tutelar de la llamada Generación Perdida que no lo fue tanto.
Si la librería Lello de Oporto presume de ser la más bonita del mundo, es probable que Shakespeare and Company de París sea la más famosa. Beach la fundó en noviembre de 1919, después de ejercer como enfermera voluntaria durante la Primera Guerra Mundial. Había nacido en 1887 en Baltimore, Estados Unidos, pero Sylvia hizo de París su hogar. Allí falleció en 1962 tras una vida marcada por una librería, un campo de internamiento nazi y los libros. Siempre los libros.
La mujer de la librería
Hemingway la describió como "amable y alegre", interesada en las conversaciones y con unos "ojos pardos tan vivos como los de una bestezuela y tan alegres como los de una niña". Una adorable criatura cuya pasión por la literatura le hizo confiar en quien terminaría por ganar el premio Nobel de Literatura. "Nadie me ha ofrecido más bondad que ella" diría él. Sylvia, por su parte, aseguró que entre la lista de clientes ilustres de su librería, el mejor sería siempre Hemingway. Pero fue en James Joyce en quien vio la oportunidad.
La editorial Páginas de Espuma completa ahora la publicación de la correspondencia completa de James Joyce que inició en 2023, en edición y y traducción de Diego Garrido. El tomo, de casi 1.200 páginas en papel biblia, recoge las cartas enviadas y recibidas por el escritor irlandés entre 1920 y 1941. Incluidas las que se intercambió con Sylvia Beach, la librera y editora que confío en el libro que tantos años llevaba escribiendo y que terminaría por ser un clásico de la literatura universal.

En 1922, pese a gozar de cierto reconocimiento tras la publicación de Retrato del artista adolescente en 1916, muchos editores rechazaban publicar Ulises al considerar obscenos algunos de sus pasajes. Joyce tampoco lo ponía fácil: su actitud minuciosa le hacía toquetear constantemente el manuscrito, reescribirlo y anotar cambios ilegibles en los márgenes de las páginas. Sin embargo, Sylvia supo ver el valor de la obra que tenía entre sus manos y asumió los costes de edición avalada por la editora y mecenas de Joyce, Harriet Shaw Weaver, la receptora por excelencia de las cartas de Joyce.
Beach y el escritor se habían conocido dos años antes, en una fiesta del poeta francés André Spire. Beach, en sus memorias Shakespeare & Company, recordó ver en Joyce una persona "inquieta", profundamente aterrada por los perros y de modales "extremadamente sencillos". "A pesar de encontrarme en presencia del escritor más grande de mi época, me sentí a gusto con él", escribiría. A los pocos días de conocerse, el irlandés visitó la librería que regentaba, especializada en obras anglosajonas, y se hizo miembro de la misma. Fue allí, entre estanterías e historias, que Joyce le comentó a Sylvia sobre la obra que llevaba años escribiendo, basada libremente en la Odisea de Homero.
El éxito de 'Ulises'
Sylvia publicitó la novela meses antes de que esta saliera a la venta, cuando ni siquiera había un acuerdo cerrado con ninguna editorial para su publicación. Su amistad con el autor le hizo creer en un libro del que apenas había leído fragmentos pero que sentía que conocía por completo. Beach confiaba en los rumores que anunciaban la publicación inminente de esta esperada obra maestra que venía precedida de su fama. Pero al ver que todas sus opciones se veían frustradas decidió asumir su edición ella misma.
Contactó con un impresor francés que le aseguró que la edición de una obra voluminosa como el Ulises tardaría meses en estar lista, pero Beach quería que por lo menos una copia estuviera lista para el 2 de febrero, coincidiendo con el cumpleaños de Joyce. Al final –y un poco in extremis–, consiguieron que dos ejemplares estuvieran dispuestos la madrugada de la fecha estipulada. Sylvia se acercó esa misma mañana a la casa de los Joyce para entregarles "el ejemplar número 1 de Ulises".
"El ejemplar nº 2", recordaría en sus memorias, "era para Shakespeare and Company, y cometí el error de ponerlo a la vista en el escaparate. La noticia corrió rápidamente por Montparnasse y los barrios periféricos, y al día siguiente, antes de que abriera la librería, los suscriptores hacían cola delante de ella, señalando el Ulises. Inútil explicar que Ulises aún no había salido. Parecían a punto de arrebatarme el del escaparate y, sin duda, lo habrían hecho".
"Es difícil ser un genio"
Joyce expresó su agradecimiento por su regalo de cumpleaños en una carta fechada ese mismo 2 de febrero: "No puedo dejar pasar el día de hoy sin agradecerle todas las molestias y preocupaciones que se ha tomado por mi libro durante el último año. Todo lo que puedo esperar es que el resultado de su salida al mundo sea de alguna satisfacción para usted". Sin embargo, el perfeccionista de Joyce instaba en ese mismo texto a su editora a que "se ponga manos a la obra con las cubiertas".
Y es que, pese al cariño mutuo que se tenían, el irlandés atosigaba a la librera con deberes y obligaciones seguidas a la publicación de Ulises, además de con el detalle de sus achaques y padecimientos. "Espero que haya tenido unas vacaciones agradables. Las mías han sido un completo fiasco", escribía el 29 de agosto de 1922. "Si tiene un anuncio en su escaparate de la segunda edición de Ulises este debería ser en letra azul, ya que la atención del público puede extasiarse después de tres líneas seguidas en letra roja", recomienda en una misiva fechada el 30 de octubre de ese mismo año en el Hotel Suisse de Niza.
En 1927, pocas semanas después de que escritores e intelectuales como Thomas Mann, Virginia Woolf o José Ortega y Gasset firmaran una declaración contra la piratería del Ulises en Estados Unidos (página 331 de este volumen de las Cartas), Joyce escribía a Beach quejándose de sus problemas económicos: "No tenemos doncella, no compramos ropa, salimos poco (...). Es cosa difícil, según me han dicho, esto de ser un 'genio', pero no creo tampoco tener el derecho de acosarla a usted noche, mañana y tarde pidiéndole billetes billetes billetes billetes. Ya tiene aparte de mi existencia bastantes fatigas".
Todo quejas y "caras largas"
A esas alturas, Beach parecía refractaria al humor irlandés, atendiendo a su carta de respuesta, en la que aseguraba que estaba "cansada" de sus exigencias. "Ya tengo muchos gastos suyos que ni se imagina, y todo lo que tengo se lo doy gratuitamente. A veces creo que no se da usted cuenta, como cuando le dijo a Miss Weaver que mi trabajo estaba 'aflojando'", estallaba la librera en su misiva del 12 de abril. "La verdad es que, así como mi afecto y admiración por usted son ilimitados, también lo es el trabajo que acumula sobre mis hombros. Cuando está usted ausente, cada palabra que recibo por su parte es una orden. La recompensa a mi incesante trabajo en su favor es verle poner caras largas y oírle quejarse. Yo también soy pobre y estoy cansada y me he dado cuenta de que cada vez que se me exige un nuevo y terrible esfuerzo (mi vida es un continuo 'seis horas' con esprints cada diez rondas) y consigo cumplir con la tarea que se me encomienda, usted intenta ver cuánto más puedo hacer mientras estoy en ello. ¿Es esto humano?", concluía, antes de despedirse "con sus mejores recuerdos" y "sinceramente". Lo cierto es que Beach nunca habló mal en público de Joyce, tal y como recuerda Diego Garrido en la edición de estas Cartas, y recordaría siempre con cariño al autor que le regaló el manuscrito original de su obra magna a modo de disculpas.
Los nazis entran en la ecuación
Cuando Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial, la nacionalidad de Beach, unida a sus afiliaciones judías, sellaron el destino de Shakespeare & Company a ojos de los nazis. Francia estaba ocupada y los estadounidenses residentes debían registrarse semanalmente en el economato del distrito en el que vivieran (los judíos tenían que hacerlo a diario). La popularidad de Beach y su librería la salvaron por unos meses, hasta que un oficial alemán de alto rango se detuvo a mirar un ejemplar de Finnegans Wake, de Joyce, expuesto en el escaparate.
Quizá fue su cariño por el autor recientemente fallecido o su desagrado por tratar con un oficial nazi, pero Beach se negó a venderle el libro. "Le expliqué que era mi último ejemplar y que me lo quedaba para mí. Se disgustó, alegando que le interesaba mucho la obra de Joyce. Aun así, me negué". Dos semanas más tarde, el mismo agente se acercó a la librería exigiendo el ejemplar que había visto en el escaparate. "Le dije que lo había guardado. Fumando, con rabia, declaró: 'Hoy vamos a confiscar todos sus bienes'. 'De acuerdo', le dije. Se fue". Beach tardó apenas dos horas en subir todos los libros, fotografías y muebles del local a un apartamento desocupado en el edificio en el que vivía. Cuando los nazis llegaron, la tienda había desaparecido. Peor, jamás había existido.
A la propietaria la enviaron seis meses a un campo de internamiento nazi, siendo absuelta con un papel que decía que podía ser apresada por las autoridades militares alemanas en cualquier momento. Beach volvió a París, pero todavía quedaba mucho para que Shakespeare & Company volviera a la luz. Pese a no ser una prófuga de la justicia, toda precaución era poca, por lo que la librera se refugió en una residencia de estudiantes en el barrio de Saint Michel. Años más tarde bromearía alegando que esos años le hicieron volver a sentirse "como una colegiala".
Todos los días visitaba en secreto la calle en la que antaño había estado su austero local. Fue otro norteamericano, George Whitman, quien, al terminar la Segunda Guerra Mundial, recogió la estela de Beach y abrió Le Mistral, a orillas del Sena y con vistas a la Catedral de Notre-Dame. Tras la muerte de la librera, Whitman renombró el establecimiento como aquel que Beach había fundado cuarenta años antes. Shakespeare & Company todavía se erige y puede visitarse en la ciudad de París. Su historia y su legado han permitido que esta pequeña librería aparezca en numerosas series y películas. Sylvia, ahora, es eterna.
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