“Hola, hola, hola”. Así saludabas siempre. En antena. Porque luego al verte cada día por los pasillos de la radio, era tu costumbre dibujarnos a todos la señal de la cruz en el pecho. Bendecías. Y eso es algo que nadie hace ya. Sea de la creencia que sea el que lea esto, ha de saber que fuiste un ser rotúndamente espiritual. A tu manera. En el fondo, como todos.
Que te escaparas cada día a misa tras tus continuas cabezadas en la redacción eran parte de la respuesta a la pregunta constante de “¿alguien sabe dónde está Luqui?”. La verdad es que al final de tus días, no lo sabías ni tú. Te desubicaron, my friend.
De hecho, fue un triste espectáculo ver cómo todos los programas y medios se atribuían, en el circo que siguió a tu súbita despedida, que habían sido los últimos en tenerte con ellos. Pero tú y yo sabemos que tus últimas palabras en antena fueron en aquel legendario “Anda ya” de Los 40, cuando eran Principales.
Aquí hablas de artistas, pero te deben mucho todos. Todos, sí, todos los que sonaron en la radio durante más de cuatro décadas. Algunos te deben un poco más. Me vienen a la mente, por recordar algunas de tus presentaciones, Héroes del Silencio, Gloria Estefan, Madonna, Alejandro Sanz (que me consta que no te olvida), Oasis, Mariah Carey, Tam Tam Go, Backstreet Boys, Mecano, La Unión, Shakira, Rosario, Tequila, Revolver, Laura Pausini, Celtas Cortos, OBK, Rosana, Locomía, Chayane, Olé olé, y luego Marta Sánchez, Seguridad Social, y hasta el “Aquí no hay playa” de The Refrescos.
Allí yacía el pobre Nokia, en tu bolsita del súper, junto a aquella especie de agenda de papel que era un folio arrugado y escrito con letra minúscula
Yo siempre diré en clases y ponencias que mucho antes de que existieran los estudios de mercado que cambiaron para siempre la radio, tú tenías el mejor de todos, el que contagia. El que va a la emoción y no solamente a “la data”. Hablabas con la gente. Una costumbre que ahora ya no tiene sitio para el ritual. Se hace, mediante frases escritas y cortas, con aquel cacharro que olvidabas en una silla del estudio y siempre sonaba justo cuando abríamos el micro para hablar. Allí yacía el pobre Nokia, en tu bolsita del súper, junto a aquella especie de agenda de papel que era un folio arrugado y escrito con letra minúscula. Por cierto, encontré una de ellas y se la regalé a tu ahijado Tony Aguilar, que ya tenía otra. Las ibas fotocopiando, y añadías nuevos números con sus anotaciones ilegibles. Son sagradas escrituras de la música.
Pararte a trabajar (sí, trabajar) haciendo tus encuestas espontáneas en la puerta de la radio, en plena Gran Vía de Madrid, con esas decenas de fans que se te arremolinaban para hablarte de sus ídolos, es algo que teníamos que haber hecho todos. Aquel tumulto cotidiano fue algo tan propio de la cultura musical de los noventa como los “heavies” de Madrid Rock, que se ponían unos metros más abajo para lo mismo. Ellos siguen allí, aunque tú ya no. De hecho, tampoco la puerta de la radio es la misma. Nada lo es. Y aunque sea natural el cambio, creo que a ti esta época no te gustaría.
Cuando hablabas, en el caos radiofónico que era tu “3, 2 ó 1”, eras el único de todos nosotros que realmente podía sentir el éxito real de cada artista cuando lo presentabas, porque probablemente una fan entre lágrimas te había suplicado que pusieras a ese que decoraba sus carpetas. Aunque el muestreo de población de la encuesta era muy limitado, fuiste el primero de nosotros en hablar, por ejemplo, de un tal Ricky Martin. Aunque es cierto que con estos ojos vi que no te hicieron caso hasta que no fue un fenómeno mundial. Y lo mismo pasó con muchos otros.
Nadie dirá, por miedo a hacer tambalear tu recuerdo, que fuiste un completo desastre. Pero quien te quiere bien sabe que formaba parte de tu personalidad. Nos escandalizábamos y divertíamos a partes iguales cuando había que mandarte a casa en cajas mensuales los discos de promoción y recortes de revista que se acumulaban en tu mesa, porque si tardábamos más, llegaban a tapar la visibilidad de uno de los estudios. Apenas te quedaba sitio para aquella vieja máquina de escribir con la que hacías tus columnas en “El Gran Musical”. Parece que te veo entrar con las bolsas viejas de Tower Records en las manos, llenas de páginas arrancadas de revistas y singles de promoción, que eran tu ordenador portátil. Seguramente no hizo mucha gracia ni a la directiva de la radio ni al simpático personal del control de inmigración norteamericano que perdieras el pasaporte en el viaje para ver a Springsteen en Los Ángeles, por ejemplo. Alguien tuvo que dar la cinta de la entrevista a la tripulación del avión para que la entregase en Barajas y poder montar el programa especial, que se emitió mientras volabas de vuelta, embajada mediante.
“Me temo” (como solías decir) que tu corazón siempre fue tu punto débil, querido. Y no solamente por la salud. Lo tenías enorme, porque fue bien alimentado con la música de “Los beatles que amo” (Nuevas ediciones, 1978). Lo gracioso era cuando disimulabas. En las reuniones, te vi llorar cuando nos tocó votar lo de Paul McCartney de 1989. “No estoy llorando, estoy mirando hacia abajo”, decías bajito mientras tratabas infructuosamente de mentirnos. Jugabas siempre al despiste, y a ser despistado. También es verdad que te ganaste nuestro corazón. Tanto como para que el que fue director de la radio, Luis Merino, decidiera subirte el sueldo hasta la decencia por iniciativa propia. A ti se te olvidaba pedirlo.
Siempre padeciste una humildad infinita, que transmitías con aquella forma de hablar que era casi un susurro. Entusiasmado, pero susurro. Con esa voz cercana eras capaz de relacionar artistas de cualquier pelaje con un giro de lo menos estudiado: “... y lo de…” y a por el siguiente. Tu forma de realizar en directo consistía en amontonar vinilos en el giradiscos de la radio, dejando caer la aguja encima de donde pillase. Pero la cuestión técnica daba igual. La gracia era escucharte decir “tú y yo lo sabíamos, esto será tres, dos o uno”. Claro que acertabas, listo, tenías las mejores encuestas.
Hoy hubieras cumplido 74 años y seguro que sin jubilarte. Hubieras llorado lo indecible con la muerte de Michael Jackson, te hubieras olvidado siempre la mascarilla, y no tendrías twitter, aunque tú siempre fuiste un “influencer”. De los de verdad.
Sí, te imagino anunciando el disco que acaba de salir de C. Tangana a los hijos de aquellos jóvenes que te imploraban en la puerta de la radio que pusieras a “New Kids On The Block”, o a los nietos de los que te escribían cartas pidiendo a los Rolling Stones. Por cierto, siempre contaste que conociste a “sus satánicas majestades” en su camerino del Vicente Calderón, disfrazado de camarero. Nunca nos lo creímos del todo, Joaquín, pero nos gustaba que nos lo contaras.
Tu voz no se pierde en el olvido porque hizo falta que murieras para que se dieran cuenta de lo que tenían.
Por aquí seguimos bien, como tú decías al despedirte, “happy, happy”.
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