Veintiuna pesetas. Eso fue todo lo que costó ser testigo del inicio de una leyenda. Por dos chelines y seis peniques de 1962, el precio de pagar una ronda de cinco cafés o dos entradas al cine de sesión continua en España, era posible estar allí. Eso fue lo que pagaron los familiares, amigos, y primeros fans de una banda que haría historia a partir de aquel sábado caluroso del 18 de agosto de 1962. Los Fab Four (los fabulosos cuatro) se reunieron por primera vez en un local propiedad del Instituto de Horticultura local en Birkenhead, cerca de Liverpool. Ese fue el momento en el que se inició una larga lista de conciertos cada vez más exitosos por el mundo entero… hasta aquel del tejado en el que dijeron adiós.
Se habían reunido por primera vez John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y el recién llegado Ringo Starr. El pequeño Hulme Hall, con capacidad para 500 personas, fue el lugar en el que ocurrió la magia. Y no crea el lector que inflamos artificialmente de encanto el momento. Todo aquel que ha rozado el arte de la música sabe que son matices incontestables e impredecibles, por mucho que diga la IA, los que hacen que la suma funcione infinitamente mejor que cada uno de sus elementos por separado. Esa era la combinación ganadora, y no otra.
Adiós Pete, hola Ringo
La “sucesión de sucesos sucedida sucesivamente” que desencadenó ese acontecimiento tuvo su último capítulo en la expulsión de Pete Best, dos días antes, por parte de Brian Epstein. Hay que dar las gracias a su falta de integración, a que no se quiso cortar el pelo como el resto, y a sus fallos, porque gracias a ellos Ringo ya había hecho alguna suplencia con la banda más importante de la historia de la música popular. Sencillamente, se caían bien y tocaban a gusto juntos. Esas cosas se transmiten.
El baterista, que antes había tocado con Rory Storm and the Hurricanes, llegó al concierto con su flamante y nuevecita Ludwig, que había comprado en Hamburgo. Era la primera vez que tocaba con los Beatles con su propio equipo, ya que en las ocasiones anteriores había usado la batería de Pete Best o la de Tommy Moore, otro de los anteriores.
Un día feliz
Algo seguro que se palpaba en el ambiente. Había un cierto entusiasmo y pasaron más de cuatro horas hasta que dejaron de tocar. El repertorio mezcló rock and roll, rhythm and blues y pop. Recorrían con devoción grandes éxitos de Chuck Berry, Little Richard, Buddy Holly y Elvis Presley. Ringo Starr siempre dijo que aquel día fue, sencillamente, feliz. Con su nuevo instrumento y entre compañeros de tanto talento, salió lo mejor que podía dar: su toque.
La batería de Ringo aportó un sonido único y característico que se convirtió en una de las señas de identidad de los Beatles. Indiscutible. También cantó en "Yellow Submarine" y hasta compuso una de las que formaron parte del gran Álbum blanco de 1964. En 2018 esa pieza volvió a la mesa de mezclas de Abbey Road para encajar mejor cada instrumento y ampliar ese famoso efecto de “unos instrumentos por un canal y otros por otro” del entonces incipiente sonido estereofónico.
Poco después de aquella noche, que se conmemoró con diversos actos con motivo del 50 aniversario en 2012, The Beatles lanzarían su primer sencillo, "Love Me Do". El resto es Historia. Y no podía haber sido de otro modo.
Son tantos los factores que, afortunadamente, son impredecibles en el mundo de la música, que a pesar de las inversiones millonarias de los gigantes del sector para tratar de encontrar patrones en el éxito o la fórmula del número uno, todo lo más que se ha conseguido es comprar y vender partes de canción al peso en librerías de pago para que componer sea un arte relativo por parte de nuevas figuras que no tienen más talento que el de encontrar el loop adecuado para ser el más escuchado en Spotify. Justo lo contrario de lo que se evidenció tal día como hoy en 1962.
En retrospectiva, ese concierto fue arte y magia. En aquel pequeño salón de Birkenhead, cuatro jóvenes de Liverpool dieron los primeros pasos hacia la inmortalidad musical, y el mundo nunca volvería a ser el mismo.
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