Al día siguiente, el Senado votó la tormentosa entrada de España en la OTAN que acabaría sometida a referéndum en 1986. Hacía pocos meses que se había aprobado la Ley del Divorcio. El salario mínimo estaba en 25.620 pesetas. Los días 24 y 25 de noviembre de 1981, en Montreal, un grupo que ya era uno de los mejores del mundo daba su único concierto completo grabado para la posteridad. En 2007 se lanzó en doble álbum y ha habido que esperar a que la tecnología digital evolucionase hasta este flagrante momento de restitución de la realidad, capaz de recuperar el poro mismo de la piel en primer plano. Sí. Mi hijo, con trece años de edad, me preguntó si eran actores, porque la película le parecía totalmente actual. Él y yo somos algunos de los que hemos podido asistir, 43 años después, a un concierto histórico de Queen proyectado durante solo unos días en 450 salas IMAX del mundo.
Llevaban dos años seguidos de gira. La complicidad era máxima. Tocar esta vez para la posteridad y las cámaras de cine añadió un punto extra a la hora de darlo todo y ser, en sí mismos, todo un universo de música. Gracias al enorme trabajo del algoritmo, no es hasta los planos cortos del público, por sus peinados, gafas metálicas enormes y jerseys de la época, que no descubrimos que se trata de una escena obtenida hace más de cuatro décadas. Parece que fue ayer, porque Freddie Mercury y los chicos de Queen siempre estarán así en el imaginario colectivo, con camisetas, vaqueros y zapatillas deportivas.
En el cine no hubo apenas aplausos. Todos estábamos contemplando en silencio cada detalle, abrumados por la sencillez y la robustez de la filmación
La cosa comienza con toda una declaración de intenciones, con una extraordinaria versión de “We Will Rock You”. Todo tiene lugar en un escenario modesto, sencillo, pequeño. Lo primero que llama la atención al espectador es que se trata de un espacio que no es ni la cuarta parte del que lleva ahora cualquier artista de éxito. Sin más artificios que unos cuantos focos de colores, de los de antes, y un poco de humo, se produce la magia del rock.
Eso es exactamente lo que todos los que llenamos la sala de La Ciudad de la Imagen habíamos ido a ver: música en directo. En un momento en el que casi todo lo que llega a nuestros oídos se pierde en el artificio, qué bueno es poder recuperar lo básico que cambió el mundo durante el siglo pasado: el poder de la música en sí misma. Recomendado, pues, en cuanto caiga en plataformas, su visionado para todo aquel que quiera dedicarse a esto de las siete notas. Este tema, que da nombre a uno de los mejores musicales en vivo del planeta, se retomó más tarde, cuando ya a Mercury apenas le quedaba puesto un diminuto pantaloncito
No sé lo que habrá ocurrido en el resto de salas del mundo, pero en este cine no hubo apenas aplausos. Todos, como yo, estábamos contemplando en silencio cada detalle, abrumados por la sencillez y la robustez de la filmación. Todos tenemos recuerdos con música de Queen, y verles así, como si fueran noticia de ayer mismo, nos hacía pensar y sentir. El momento cumbre de mi atención llegó cuando, apenas imperceptible, algo parecido a una lágrima se perdía entre el sudor en el rostro de Freddie, en ese infalible plano cerrado junto al piano sobre el cual descansaban siempre vasos de plástico medio vacíos. Algo debió de ocurrir en el corazón del artista cuando quiso dejar para la Historia la versión que se marcó de un himno como "Somebody to Love".
No, en YouTube no se aprecia. Hará falta esperar a las plataformas y pagar el dineral mensual de los 8K para poder quedar en casa de quien tenga una pantalla de 83 pulgadas para poder apreciar lo que el sistema IMAX lleva tantos años anunciando insistentemente, y cumpliendo. Valió la pena pagar 14 euros por cabeza para poder dilucidar hasta el movimiento del diafragma del vocalista, hábil en su proyección de la voz.
La sencillez de lo extraordinario
Llegó por parte de los más jóvenes una observación llamativa: lo más sorprendente es que no sorprendía. Era actual. De aquí parten dos vertientes muy claras: por un lado la constatación fehaciente de que se convirtieron en un estándar que se ha intentado emular con suerte desigual, y por otro, que no eran presa de ninguna moda. Ellos crearon la tendencia, no seguían ninguna. Dio fe de ello lo extraordinario, en toda la amplitud de la palabra que tiene, un temazo como el que dio nombre a la no menos extraordinaria película “Bohemian Rhapsody”.
En uno de los extravagantes pasajes de esa composición hubo que parar, claro. El escenario no ofrecía otra cosa que oscuridad y luces contra el humo mientras con toda impunidad se reproducía en el control de sonido una bobina de cinta abierta. Hubiera sido imposible recrear con un mínimo de elegancia alguno de esos pasajes multivocales cuasi operísticos de la obra. Ante todo, respeto al público. Dignidad exaltada hasta el borde de la perfección y majestuosidad de la Reina en cada gesto, en cada arrebato, en cada nota cantada con una perfecta armonía.
Cuesta encontrar imperfecciones en la película más allá de los inevitables fallos de enfoque de quienes se afanaban en capturar para siempre aquel evento en esa diversidad de intensidades de iluminación y movimientos, tapándose los artistas unos a otros y evolucionando de un lado a otro de aquel recinto sorprendentemente reducido. La complicidad de llevar varios años de ensayos y éxitos crecientes se evidenciaba constantemente. El papel co-protagonista de Brian May, desde un celo profesional perfeccionista alejado del simple ego, hizo sonar las primeras notas de “Save Me” al piano.
En un instante preciso de esta pieza se resume perfectamente uno de los secretos de la banda. El momento exacto en el que Mercury comienza a cantar y así dar pie a que el guitarrista continúe la melodía, despierta las sonrisas de ambos. Esa cortesía profesional llena de admiración mutua hizo que el proyecto jamás hiciera aguas. Como en todo caso de éxito mundial, nunca es uno solo el motivo, sino que se confabulan normalmente una concatenación de causalidades. El hecho de que May sea astrofísico profesional, y de los buenos, le confiere cierto buen oficio en cuanto a la observación de las estrellas. Así se le ve mirar a Freddie, como quien descubre un magnífico sol en la otra punta del cielo. El cuarteto se complementa con un muy oportunamente discreto John Deacon, y con otro genio creador capaz de entrar en trance sin dificultad: el percusionista Roger Taylor.
No le faltó originalidad al pasar de la batería a los enormes tambores orientales colocados bajo un enorme gong colgante. Crear espectáculo interpretando música es lo menos que se puede pedir. Por eso supieron dejarlo arriba con el clímax de su himno más preciado: “We Are The Champions”.
Llegó el final de forma abrupta, sin bises, con unos créditos que consiguieron que recordáramos de golpe que estábamos en 2024. Nos fuimos del abarrotado cine tras apenas unos aplausos, porque nos acabábamos de despertar del sueño de haber visto de cerca un documento real, a pie de escenario, de cómo se interpretaban en directo canciones que forman parte de nuestra vida. Ningún jovenzuelo se había aburrido, y a todos los talluditos no nos quedó más remedio que volver de aquel 1981 de cinta reversible, radio cassette a pilas y veraneo azul.
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