Durante años, los agoreros han advertido que la inteligencia artificial eliminaría millones de empleos, pero nadie esperaba que fuera de esta manera. Muchos artistas ya se sienten estafados al estar en Spotify, pero ninguno imaginó, además, ser víctima de algo así. De manera premeditada y en absoluto silencio, un "artista" sin fama, con un nombre tan común como Michael Smith, de Carolina del Norte, un estado de tamaño intermedio en EEUU, logró estafar 10 millones de dólares a través de las plataformas de streaming, engañando a todos los músicos que realmente deberían estar cobrando por sus canciones. Una estocada para el hambre del sector.
No solo estafó a la compañía sueca, ni únicamente a artistas como nuestra querida y morosa Shakira o Bad Bunny, sino a todos y cada uno de los músicos que suenan en esa plataforma. ¿Cómo fue posible? Porque el sistema lo permitió.
Angustiosa mediocridad
La mediocridad puede ser cruel con los artistas que creen que subir su música a la famosa plataforma verde es suficiente para sentarse a esperar las ganancias. Detrás de ese espejismo, existe toda una industria que ataca sin piedad a músicos de todas las edades, quienes ven su sueño convertido en un negocio donde el éxito parece inalcanzable. Las cifras no mienten: los que realmente se enriquecen son aquellos que venden las "palas" a los buscadores de oro. Se venden apariciones en playlists, gurús que prometen enseñarte el camino al éxito, y hasta se ofrecen paquetes en WhatsApp para que inviertas pequeñas sumas en promocionar creaciones.
Me gustaría poder decir que es más fácil que el hijo de algún lector llegue a ser estrella de fútbol de primera división que conseguir que un proyecto musical permita a un artista vivir de su arte... pero no puedo. Spotify, aunque sí ha publicado que ha generado 123 millones en royalties durante 2023 hacia las empresas distribuidoras de derechos en España, no publica estadísticas exactas de cuántos artistas logran sobrevivir económicamente gracias a sus reproducciones. Pero es fácil imaginar que, con 80 millones de canciones compitiendo por atención, destacar es casi imposible, incluso pagando. Sin embargo, muchos siguen pagando. Aquí el sistema ya comienza mal. La meritocracia no existe.
En medio de este terreno fértil para la frustración y el engaño, apareció el villano en escena. Michael Smith, un tipo que sus vecinos nunca habrían señalado como el cerebro detrás de un fraude digital, llevaba una vida común, casi monótona, con el sueño frustrado de ser músico profesional. Sus canciones, colgadas en plataformas sin mayor éxito, apenas tenían algún play en el universo del streaming. Claro, la desesperación de ser solo un píxel en el inmenso mapa digital de la música es mala consejera. Probablemente, en una de esas noches de insomnio provocadas por la indiferencia hacia su música, decidió que, si iba a ser mediocre, lo sería a lo grande. No hackeó el sistema, porque ni siquiera tenía el talento para eso. Simplemente, se aprovechó de él.
Bot, dulce Bot
Les conocemos. Estamos cansados de recibir sus llamadas vacías, intentar mantener diálogos absurdos en chats surrealistas en alguna página web, e incluso lidiar con sus correos electrónicos. Miles de empresas compran bots a precios ridículos para que hagan el trabajo que sea necesario con tal de ahorrar en salarios. Y claro, también pueden “escuchar música” para generar audiencia artificial. Así fue como miles de perfiles aparecieron de la nada en Spotify, Apple Music y Amazon Music. Perfiles que, por supuesto, parecían tener una insólita pasión por la música de este tipo.
Ese fue solo el principio. Al recibir sus primeros cheques, seguramente Smith se sintió motivado a llevar su negocio al siguiente nivel. Es aquí donde entra en escena la IA generativa, con su capacidad para producir cantidades masivas de contenido basura en segundos. Si alguna vez pensamos que Georg Philipp Telemann, el músico más prolífico de la historia con más de 3.000 composiciones, había establecido un récord difícil de superar, Smith lo dejó atrás, componiendo cientos de miles de canciones junto a sus cómplices. Lo que está claro es que su legado no será recordado por su valor artístico, sino por los 10 millones de dólares que estafó en el proceso.
Es probable que artistas como Calvinistic Dust o Callous Post hayan aparecido en alguna de nuestras búsquedas musicales en los últimos años, e incluso es posible que DJ Algoritmo nos los haya recomendado sin que supiéramos que, en realidad, el verdadero artista era solo una diminuta fracción de algún microprocesador ejecutando su estafa. En su mejor momento, Smith lograba hasta 661.440 streams diarios, que es el equivalente a presionar play en nuestro reproductor más de medio millón de veces, y esto le generaba alrededor de 1.2 millones de dólares al año. Para hacer que todo pareciera legítimo, se utilizaban VPNs y se creaban correos electrónicos falsos a gran escala, otorgando a esos plays la apariencia de ser reales. O no.
¿Cómo es posible que, en plena era de la analítica avanzada, las plataformas no se dieran cuenta de que se estaban generando cientos de miles de reproducciones sospechosas? ¿Acaso era más beneficioso que todo ese dinero terminara en manos de un hombre de Carolina del Norte concreto en lugar de distribuir el tiempo de escucha entre cientos de miles de músicos reales? ¿Es este el único caso? ¿Cómo podemos saber si indirectamente hay compañías que usan bots para evitar el reparto justo de derechos de escucha? La respuesta a estas preguntas sigue siendo un misterio.
Una industria en peligro
Si ya eran malos tiempos para la lírica, como cantaban los legendarios Golpes Bajos, esto es directamente una estocada final. Actualmente, se estima que un artista gana entre 0,003 y 0,005 dólares por reproducción en Spotify. Esto significa que, para ganar 1 dólar, una canción debe ser reproducida entre 200 y 300 veces, lo que implica que un oyente debe dedicar, en más de doscientas ocasiones, varios minutos de su vida a escuchar tu música. Y si a esto le sumamos que las plataformas están inundadas de cientos de miles de canciones escuchadas por oyentes irreales, apaga y vámonos. Como bien señaló Kris Ahrend, CEO de The MLC, encargada mayorista de repartir derechos por streaming, este caso "arroja luz sobre el grave problema del fraude en el streaming musical". Que se lo pregunten a las miles de bandas que no despegan por falta de presupuesto.
Y ahora, ¿qué?
No pasaría el caso de ser una noticia llamativa si no fuera porque no tenemos ninguna garantía de que se haya tomado la decisión, tanto estratégica como técnicamente, de erradicar este tipo de delitos. El caso de Michael Smith no es simplemente un incidente aislado de un individuo astuto que aprovechó un supuesto vacío en el sistema. Es una señal de alerta, que además pone sobre la mesa el gran debate de nuestros días: el uso indebido de la inteligencia artificial. Es una prueba clara de que, cuando la IA se combina con la falta de supervisión, puede distorsionar todo un ecosistema, en este caso, uno que ya de por sí es injusto para la inmensa mayoría de los artistas.
A mí me da que el fraude musical con bots y canciones generadas por IA podría ser solo la punta del iceberg, y ojalá conozcamos más casos. No puede haber sido el único. Aunque la nueva política de Spotify para evitar este tipo de cosas exige que las canciones deben alcanzar un mínimo de 1.000 reproducciones en los últimos 12 meses para ser elegibles como royalties de música grabada, lo que parece claro es que las plataformas deben mejorar aún más sus mecanismos de detección de fraude y ajustar sus políticas para evitar que casos como este vuelvan a suceder. Y decirlo.
Es cierto que la pelota está en el tejado de las plataformas, pero también en el nuestro. Invito a que seamos conscientes del contenido que consumimos, y de la enorme estructura de seres humanos que viven de cualquier negocio que ahora se ve salpicado por la basura generada electrónicamente. Así que la próxima vez que pongas una playlist aleatoria, recuerda: detrás de esa canción extraña con título raro podría haber una IA haciendo dinero... pero no para quien lo merece.
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