No voy a entrar en polémicas. No es mi estilo, y además, no pega nada con lo que La Oreja de Van Gogh nos ha regalado durante tantos años. Hablamos de una banda que, lejos de alimentar dramas, ha alimentado emociones. Porque si algo han hecho es ponerle banda sonora a nuestros sueños, y a las esperanzas de esa juventud que solo quería saltar en los conciertos y cantar hasta quedarse sin voz.
Ahora que todos estamos más creciditos (algunos con canas, pero igual de sensibles), vale la pena recordar que, si siguen ocupando portadas, es por algo. La Oreja sigue siendo eso: la banda que pintó una época de nuestras vidas. Y créame el lector, ningún titular polémico puede borrar lo que han significado.
Lejos del famoso barro (o fango, según la sección del diario que se lea), el cuerpo me pide una retrospectiva. Porque si alguna vez hubo una banda que supo acariciar el alma con melodías azucaradas, letras nostálgicas y subidones que nos hacían bailar hasta quedarnos sin aliento, fue esta. Y aunque no estamos aquí para hablar del apéndice tristemente mutilado del célebre pintor, lo cierto es que ambos, Van Gogh y La Oreja, tienen algo en común: esa capacidad única de arrancar sentimientos con una intensidad tan visceral como deliciosa.
¿Pobre Leire?
Recuerdo perfectamente haber conocido y entrevistado hace 16 años a Leire, la entonces recién nombrada vocalista (¿o era una borrasca de Silvia Laplana?) justo cuando aterrizó en la banda. Con una mezcla de nervios, inseguridad y emoción, intentaba estar a la altura con profesionalidad y respuestas cuidadas al milímetro. Fue una sensación extraña, esa en la que no sabes si alegrarte ante la expectativa de nuevos éxitos o lamentar lo que parecía el cierre definitivo de una etapa irrepetible. Yo sí repito: irrepetible.
Ante el inevitable “pobre Leire” que flota en el aire, no falta quien recuerde que ella sabía perfectamente dónde se metía. La Oreja de Van Gogh había sido un titán del pop español, en el pódium y a punto de destronar a Mecano. Pero entonces, las sombras del cambio empezaron a cernirse sobre ellos, y el continuismo parecía una apuesta arriesgada. Por supuesto, entre todo aquello flotaban los motivos no del todo claros, los trapos que no brillaban por su limpieza y hasta una bochornosa gala de premios posterior donde Amaia Montero, en un movimiento de autoinmolación mediática, parecía haberse enterrado... aunque, como bien sabemos ahora, no para siempre.
Aunque Leire es tan profesional como cualquiera en este oficio, si no consigues dejar una marca imborrable, algo falla. Adam Lambert lo hace estupendamente en Queen, pero el comentario más escuchado es un lógico no es lo mismo. De hecho, poca gente sabría decir que J. D. Fortune fue quien intentó llenar el vacío que dejó Michael Hutchence en INXS. Luego están los casos extraordinarios de Supertramp, Pink Floyd, Phil Collins en Genesis o Brian Johnson en AC/DC, donde los reemplazos no solo funcionaron sino que llegaron a ser un éxito. Pero esas son excepciones, porque en la mayoría de los casos, aunque el nuevo sea técnicamente impecable, lo que la gente siente es simple: no es lo mismo. Y ese, sin duda, es el reto que Leire ha estado padeciendo durante 16 años de su vida.
Los comienzos: un nombre peculiar para hacerse oír
Corrían los noventa: el brit-pop estaba en lo más alto y el grunge agonizaba en sus últimos acordes. En medio de este panorama, tres jóvenes donostiarras, compañeros de la Universidad del País Vasco, gastaban sus ahorros en discos y guitarras, soñando con ser una versión más cercana, más nuestra, de The Cranberries, pero con letras en español que hablasen de lo cotidiano. Faltaba un ingrediente clave: una voz femenina que lo uniese todo. Fue en una fiesta universitaria donde apareció Amaia Montero, y con su llegada, el grupo encontró ese sonido tan característico. Cuando se dieron cuenta de que también necesitaban alguien que marcara el compás, Haritz Garde completó el quinteto, y así nació La Oreja de Van Gogh.
El nombre del grupo no surgió de ninguna “tormenta de ideas” elaborada; fue más bien fruto de anecdotario al calor de unas cervezas. Y bueno, está claro que acertaron: el público no olvida un nombre tan peculiar y evocador como La Oreja de Van Gogh. Un título que, curiosamente, mezcla lo excéntrico y lo artístico, perfecto para una banda que también supo cortar con lo convencional. Según Pablo Benegas, lo que realmente los unió antes incluso que la música fue el "pasar miedo juntos" en manifestaciones pacifistas contra ETA.
El Donosti Sound nació a la sombra de bandas como Duncan Dhu, 21 Japonesas y otros pioneros que, aunque no contaban con los días nublados de Irlanda o el Reino Unido, lograron canalizar esa melancolía en un sonido inconfundible. La Concha bien pudo ser el escenario perfecto para inspirarse, cuaderno en mano, mientras la brisa del Cantábrico hacía el resto. Fue en ese caldo de cultivo donde estos chicos de La Oreja de Van Gogh comenzaron a dar sus primeros conciertos, versionando a The Beatles, U2 y, por supuesto, añadiendo su toque rebelde con temas de Siniestro Total.
Dile al sol que ya estamos aquí
La Oreja no tardó en hacerse escuchar gracias a una maqueta que llegó a los despachos de Sony Music y captó su atención. En 1998 lanzaron su primer álbum, con un título que no parecía nublado: Dile al Sol. De repente, las radios españolas comenzamos a programar una canción sorprendentemente melancólica, pero a la vez fresca y original. Lo que en realidad sucedió es que tanto la discográfica como los medios descubrimos que ya había legiones de fans apoyando el fenómeno. De algún modo, y probablemente gracias a la sencillez emotiva de sus letras y la progresión melódica impecable, La Oreja de Van Gogh había logrado conectar con el público, tocando una fibra muy sensible en los corazones de los jóvenes de hace casi dos décadas con el ya histórico "Cuéntame al oído".
Todo era sencillo, y dolía menos. Mientras tanto, la industria musical de los noventa hizo un trabajo fino: organizar todo para que La Oreja de Van Gogh no pareciera solo un grupo de melancólicos con guitarras. Aquel primer disco, Dile al Sol, no solo tenía baladas para mirar por la ventana en tardes lluviosas donostiarras; también traía algún tema cargado de energía, que era justo lo que el mercado necesitaba para no caer en el drama existencial. Fue una de esas raras veces en las que se puede hablar de éxito en todas sus formas, como si hubieran vendido felicidad en frascos.
Así llegó a su parada "El 28". No era cualquier autobús. Era el exprés directo a lo más alto de las listas de éxitos. Como si el chófer no supiera de semáforos, pasó a toda velocidad, dejando a las demás canciones comiendo humo hasta llegar al número uno. Eso sí, contrariamente a lo que se puede suponer, sin pagar peaje. No hizo falta.
La dulce y carismática voz de Amaia Montero no hacía ningún daño, por supuesto. Era como escuchar a esa amiga que siempre está dispuesta a desahogarse contigo sobre sus desastres amorosos, mientras tú finges que la vida no es tan dramática. Sus letras hablaban de amores imposibles y esperanzas juveniles que, vamos a admitirlo, parecían eternas. Esa voz encajaba a la perfección con un pop que, de otro modo, habría pasado desapercibido. No nos engañemos: Amaia era la fórmula secreta del éxito. Sus giros vocales, con ese vaivén entre lo tierno y lo intenso, le daban al grupo el empaque que toda banda necesita para triunfar.
Sin ella, La Oreja de Van Gogh no habría llegado tan lejos. Con todo el respeto para los demás, pero si no hubiera estado Amaia, probablemente ahora estaríamos hablando de otra banda medio indie interesante que quedó en el olvido.
'Los Goonies' inspiraron la consagración
En la película ochentera, Copperpot viajó en busca de un tesoro. Un camino lleno de emociones como el que vivieron estos Goonies donostiarras. De pronto su carrera discográfica estaba marcada con una X en el mapa gracias a su disco del año 2000. Con El Viaje de Copperpot (2000), La Oreja de Van Gogh se consolidó como un auténtico tesoro en el panorama español e internacional. Nada como un buen himno de los corazones rotos en la arena, como "La Playa".
Cada canción de ese trabajo es una pista que te lleva más cerca del tesoro emocional escondido, pero con la resaca garantizada al final del viaje. Temas como "La Playa" y "París" son las gemas que encontraron en esa búsqueda, pequeñas obras maestras pop que poníamos sin parar en las radios y, lo más importante, en los corazones de los oyentes. Hasta la crítica también tuvo que rendirse ante ellos, aunque con esa media sonrisa condescendiente que el pop melódico suele recibir. Sí, La Oreja de Van Gogh encontró el tesoro que Copperpot nunca pudo alcanzar.
Lo que “La Oreja te contó” y sigues cantando 20 años después
En 2003, La Oreja de Van Gogh, ese grupo de pop (muy pop), decidió que enamorar al país con un par de discos no era suficiente. Necesitaban algo más. Así que, en un acto de magia creativa, sacaron de la chistera un álbum con el título más largo que pudieron encontrar: Lo que te conté mientras te hacías la dormida. Toda una escena de ternura encapsulada en palabras, con Amaia Montero en la portada, simulando, cómo no, estar haciéndose la dormida. Un título que parecía susurrarte al oído y una imagen que te invitaba a soñar... justo antes de que las canciones se quedaran a vivir en tu cabeza para siempre.
Hace ya algo más de un año celebramos las dos décadas desde su lanzamiento, y por algo lo hicimos. Sigue siendo un clásico indiscutible.
Ese título, que parece sacado de un diario adolescente o del guion de una telenovela de sobremesa contenía 14 canciones que conquistaron absolutamente todo. Cuando lanzaron "Puedes contar conmigo", y en los conciertos llegaba ese momento en que el público coreaba a pleno pulmón lo de "un café con sal" hasta en Chile, era evidente que ya estábamos todos atrapados. Habían conseguido lo que pocos: convertir cada canción en un himno instantáneo.
Era el momento de no perder de vista las raíces, porque lo fácil, en pleno éxito rotundo, es olvidarlas. Pero La Oreja de Van Gogh no se dejó llevar por el ruido mediático, que nunca fue más fuerte que la Tamborrada que marca la víspera del día de San Sebastián Mártir. La historia de amor y trenes, vivida en una gaupasa, se convirtió en un clásico. El público se aprendió de memoria la letra de ese flamante número uno llamado "20 de enero".
No conozco mejor forma de envolver la melancolía con sintetizadores y un uptempo saltarín que funcionó perfectamente en directo. Campanas incluidas. Esa era la magia del grupo. Había cierta audacia para añadir instrumentos, giros melódicos y sorpresas inesperadas. Un truco que supieron explotar hasta que perdieron la voz… literalmente.
“Guapa”, gracias y hasta pronto
Uf. Algo se movía ya, como en Alien, dentro de la banda. El ambiente no era siempre hermoso en el camerino cuando se lanzó su disco de 2006, Guapa. “Muñeca de trapo” no fue precisamente un himno.
Se nota al escuchar este disco. Hablamos de una banda de pacifistas del pop, gente que no rompería ni un acorde, y mucho menos dejar que estalle un drama público. Así que, en lugar de una explosión mediática, lo que hubo fue un agotamiento emocional nivel maratón de Netflix, y eso te drena más que una mala serie. El disco Guapa no tuvo toda la pegada que esperaban, y las diferencias creativas se manejaron seguramente más con miradas de "te lo dije" que con discusiones a gritos. Al menos, de cara a la galería.
Al final, muy diplomáticamente, dejaron que fuera Amaia Montero quien anunciara lo que todos ya sabían: se marchaba, al menos, del escenario y de los discos con la banda. Porque por lo visto, ojo al dato, nunca dejó de ser socia empresarial del resto de la banda. Y está claro que despedirla ellos hubiera sido tan torpe como romper un noviazgo por WhatsApp. No acabaron odiándose a lo Gallagher, ni mucho menos.
El comunicado posterior de la banda tras su salida, al margen de los sentimientos que albergaran unos y otra, me recordó a esos correos de recursos humanos que dicen "agradecemos los servicios prestados". En este caso, "11 años de éxitos", suavizando la bomba para que no estalle. Traducido, significa "gracias y buena suerte... pero lejos, mejor". En este grupo melódico, hasta las despedidas vienen envueltas en terciopelo, pero con su pequeño pinchazo.
Leire Martínez: 16 años sobreviviendo a los nostálgicos
Resulta difícil de creer que Leire haya estado más tiempo en La Oreja que Amaia, pero es así. Y con un lustro de diferencia, nada menos. Tampoco ayuda pensar que bastantes de los adolescentes que acuden a sus conciertos nacieron entonces. La época Martínez no dejó grandes éxitos indiscutibles, pero el fenómeno no acabó. Dejó de ser llama para ser brasa. La vocalista salió de Factor X y se lanzó “A las cinco en el Astoria” con acogida tibia de crítica y público. Eso sí, "Jueves", su canción sobre el 11-M, hizo que volviera el sueño pacifista de los chicos que acudían con el miedo que les unió a las manifestaciones antiterroristas. Y aunque Leire no tuvo que cortar ninguna oreja para ganarse su lugar, hay que admitir que defendió la canción como si hubiera nacido para ello.
Sí, estábamos todos con la piel vuelta del revés, como si el aire de Madrid nos raspase de dentro hacia fuera. Fue entonces cuando llegó esa canción, con la fuerza innegable que solo la música tiene, y despertó lo que todos llevábamos dentro desde aquella tristísima mañana. El 11-M fue una herida colectiva, y "Jueves" supo abrirla para que pudiéramos curarla juntos, cantando lo que no se podía decir con palabras.
Y luego, nada de silencio: La Oreja de Van Gogh siguió pintando con los colores del arcoiris con Cometas por el cielo y más tarde nos llevó a El planeta imaginario, donde no faltaron temas sociales como "Estoy contigo", un delicado homenaje lleno de acordes a la vista dedicado a quienes luchan con el alzhéimer. Porque cuando La Oreja toca el alma, no lo hace con discreción, sino con la certeza de que las palabras, y la música, pueden acompañarnos incluso en los momentos más difíciles. Es su don.
El legado de La Oreja: ¿El Van Gogh del pop español?
Si Van Gogh fue alguna vez el artista maldito, incomprendido de su tiempo, La Oreja de Van Gogh ha sido justo lo opuesto. Han sido queridos, aclamados, y quizás incluso sobreexpuestos en ciertos momentos. Una cosa está clara: su capacidad para tocar la fibra sensible del admirador con sus canciones es incuestionable. Cante quien cante. O casi.
La situación actual de La Oreja de Van Gogh parece sacada más de un culebrón que de una de sus letras. Los rumores de la vuelta de Amaia Montero se han convertido en algo así como el equivalente musical a que vuelva la peseta: una mezcla de nostalgia y cejas arqueadas.
Leire dejó claro que no le hacía ni pizca de gracia que la tratasen como un parche temporal que llevaba 16 años puesto. "No me gusta que me ninguneen", soltó. Y no le faltaba razón. Los rumores apuntaban a un posible reencuentro en el escenario de la banda con Amaia, quien supuestamente ha regresado de su propio "viaje de Copperpot". Mientras tanto, los chicos de La Oreja, siempre más de pacificar que de pelear, parecen dispuestos a mantener la puerta abierta.
Aviso: si definitivamente vuelve Montero, no va a ser lo mismo. Porque nosotros ya no lo somos.
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