Alberto Conejero (Vilches, Jaén, 1978) creció sintiendo que “para sobrevivir debía no ser notado, permanecer callado o decir las palabras que tocaba decir”. Por eso su teatro es de todo menos tímido, huye de los eufemismos y coloca un altavoz en la boca de aquellos que algún día fueron silenciados. Así es en su última obra, En mitad de tanto fuego, que se representa hasta el 4 de febrero en los Teatros del Canal de Madrid. Dirigido por Xavier Albertí e interpretado por Rubén de Eguía, este monólogo desgarradoramente poético apela a la necesidad humana de anteponer el amor y la libertad a la guerra, con sus horrores y sus promesas de honor y gloria.

En esta “aproximación absolutamente personal e íntima” a la Ilíada de Homero, Conejero sitúa a Patroclo, el gran secundario de esta historia, en el centro de la escena, otorgándole la voz que nunca pudimos escuchar y reivindicando su apasionada historia de amor con Aquiles.

El Premio Nacional de Literatura Dramática en 2019, que fue noticia este verano por la censura de una de sus obras en Briviesca (Burgos) por parte de Vox, regresa con un texto dramático cargado de intención y compromiso. En mitad de tanto fuego es un mensaje profundamente antibelicista en tiempos de guerra y una intensa defensa del colectivo LGTBI en un contexto de retroceso reaccionario. Conejero repasa todos estos temas en una conversación con El Independiente, en la que sigue demostrando que, por mucho que le hayan querido censurar, sigue teniendo mucho más que decir.

Pregunta.- ¿Qué fue lo primero que te llamo la atención de la historia de Patroclo para empezar a escribir Entre tanto fuego?

Respuesta.- No me sentí protagonista de mi vida en la niñez y adolescencia. Sentí que para sobrevivir debía no ser notado, permanecer callado o decir las palabras que tocaba decir. De ahí mi pasión por los personajes que han ocupado un lugar secundario en los relatos. Como tantos hombres y tantas mujeres, buscábamos en la música, en las obras de teatro, en las novelas, referentes, cómplices, palabras que nombraran lo que sentíamos, más allá de los insultos, las burlas, que llegaban de todos lados.  Por supuesto que nos emocionábamos con las historias de amor heterosexual, ése es el poder de la ficción y de la empatía, pero creo que hace falta poca empatía para comprender lo que es crecer sin ver a dos chicos de la mano o no ver un beso de dos chicas en la televisión… Entonces puedes imaginar lo que siente un chaval que en el Parque de los Pinos de San Cristóbal lee la Ilíada y reconoce algo de sí mismo en esas palabras que han llegado remontando miles de años.

P.- “Yo estoy aquí para reventar los eufemismos” dice Patroclo, ¿hasta qué punto nos ha llegado adulterada la tradición clásica?

R.- Tradición y traición comparten etimología. Comprendemos que una tradición se forma con la traición a otras tradiciones, que lo que creemos un “corpus” es el resultado de pérdidas, manipulaciones, olvidos, etc. No hay obra de arte que no lo sea también de una barbarie, si regresamos a la idea de Walter Benjamin. Lo paradójico es que esa adulteración es percibida y sentida como preceptiva por muchos puristas. Comprendo y aprecio los vínculos tan íntimos que se establecen con los clásicos, pero de ahí a creer que nuestra mirada es la correcta hay un abismo.  Se ha perdido para siempre una obra de Esquilo llamada Los mirmidones. En ella Aquiles llora ante el cadáver de Patroclo y se lamenta porque sus muslos nunca más podrán juntarse en el lecho y porque se ha roto para siempre el juramento de sus besos. En El banquete de Platón no hay duda de la naturaleza de su relación. La película Troya es un ejemplo claro de cómo se ha intentado una y otra vez disfrazar su vínculo con eufemismos u omisiones la relación entre Aquiles y Patroclo, pero el que “fuerza” los materiales originarios soy yo.

P.- La obra contrapone dos ideas: la del amor, la libertad, el deseo y en, el opuesto la guerra, el honor, la patria, la gloria. ¿Qué tan opuestos pueden ser estos conceptos en la vida de un ser humano?

R.- Es que en la guerra ni el corazón ni el pensamiento pueden ir más allá de la lucha por la supervivencia. La patria, la gloria, el honor… esas palabras-señuelo que sirven demasiadas veces a oscuros intereses. Me da igual que parezca ridículo o naif. Hay que ser un héroe para escapar de esas palabras-señuelo, hay que ser muy valiente de corazón para no dejarse seducir por esas promesas que luego traen tantas desgracias. ¿Acaso la propia Ilíada no nos deja en el encuentro final entre Aquiles y Príamo una respuesta?

El actor Rubén de Eguía durante la representación de la obra 'En mitad de tanto fuego'. | David Ruano

P.- Hay un momento en el que Patroclo se desliga de su tiempo y enumera los actos “cobardes” o “heroicos” (según se mira) de aquellos personajes históricos que dijeron no a la guerra. Sin embargo, no son ellos los que llenan los libros de historia. ¿Por qué piensas que esto ha sido siempre así?

R.- Hay un verso del poeta René Char que dice, cito de memoria, “la Historia está escrita por los militares en el reverso de sus uniformes”. Los actos que Patroclo enumera son actos de humanismo, de rescate de una bondad posible en mitad del horror de la guerra.  Cuántos desertores no debieran ser considerados santos, defensores de los hijos de Dios aun a costa de la propia vida. ¿No crees que aquel que desertó de la maquinaria mortífera de Treblinka es un santo? ¿No crees que la que prefirió callar para que no violaran y tiraran a una fosa a sus vecinas es una santa?

Si a las guerras siguiera el silencio, si no quedara su huella en el arte, seríamos mucho peores

P.- El arte y la guerra son dos conceptos históricamente ligados, ¿qué se aportan mutuamente?

R.- El ensayo “Entre Ares y Afrodita” de Ana Iriarte y Marta González es muy iluminador para entender esa relación en la Grecia clásica. Y hoy es Pascal Quignard quien está dejando las páginas más sugestivas sobre los vínculos complejos entre la guerra el arte, o el deseo y la muerte. Llevamos milenios cantando a la guerra, nombrándola, pintándola. Quién sabe si alguna de estas obras de artes detuvo alguna guerra, si funcionaron alguna vez como recordatorio o advertencia.  Estoy convencido de que, si a las guerras siguiera el silencio, si no quedara su huella en el arte, seríamos mucho peores: a las guerras le sucedería el olvido, también el de las víctimas. El arte al menos consigue restaurar poéticamente algo de la humanidad quebrantada por los conflictos. Aunque sea un recordatorio frágil y muchas veces abocado al fracaso, es necesario.

P.- A lo largo de tu carrera has destacado por ser un autor comprometido, en ocasiones te ha acarreado críticas, pero hablar de censura son palabras mayores. ¿Cómo puede un artista afrontar algo como lo que te ocurrió con El Mar en Briviesca?

R.- ¿Qué autor no está comprometido? La cuestión es con qué. Mi teatro procura una defensa del humanismo frente al engranaje despiadado de la guerra o del dinero, pero con personajes que tienen todos sus luces y sus sombras; nunca he escrito una obra que ignorase cómo en cada persona cohabitan la luz y la oscuridad. En cuanto a la censura… estoy convencido de que los ciudadanos saldrán en defensa de sus libertades, de su autonomía para elegir qué ver o qué no ver sin tutelaje y luego emitir también con libertad sus opiniones.

El teatro se persigue ahora porque es un espacio de encuentro, de confrontación de nuestras ideas

P.- El teatro no es un arte de masas en el sentido de que está limitado por un espacio, un público y un tiempo acotados. Sin embargo, sigue siendo polémico, quizá de los que más. ¿Por qué da tanto miedo que se representen ciertas obras? (Hace apenas una semana volvió a suceder con Altsasu en el Teatro de la Abadía)

R.- Somos un sector y un arte pequeños en relación con las cifras que maneja, por ejemplo, la industria audiovisual; de ahí que muchas obras teatrales puedan llegar a estrenarse sin el tamiz de los grandes estudios, plataformas, productoras, etc.  Eso no quiere decir que arriesguemos menos, porque arriesgamos todo lo que tenemos… Por otro lado, el teatro es un lugar de encuentro, una casa abierta que alberga la diferencia, tenemos en el corazón de nuestro arte la potencia del conflicto, la imaginación moral, no se trata de apoyar sino de comprender eso que llamamos “las conductas”. Creo que ahora se persigue porque es un espacio de encuentro, de confrontación de nuestras ideas. ¿Cuántos espacios quedan así en un mundo hiperdigitalizado y, por tanto, hiperindividualizado? La idea de comunidad pervive cada vez que nos sentamos en un patio de butacas.