Antes no había secretos en las comunidades de vecinos, que ni siquiera se llamaban así. Los descansillos y escaleras eran un lugar común, donde se arreglaba el mundo o donde se protestaba o se hacían confidencias de intimidades personales y ajenas.
Se podía forjar una amistad para toda la vida, o mantener una inquina, un odio exacerbado, incluso con delaciones, donde imperaba la envidia, pero también los enchufes, los cotilleos, la difamación, la indignación, el peloteo, las apariencias… mientras de puertas para adentro se seguía criticando, mascullando pesares y poniendo la oreja para escuchar a través de las paredes y el ojo en la mirilla para observar sin ser vistos.
Historia de una escalera vino a ser la precursora de unas situaciones naturalistas, costumbristas, cotidianas, que podrían pasar inadvertidas porque sus protagonistas no eran de interés especial, pero que cargaban con un gran peso social: el paro, las ideas políticas, la precariedad en el sustento, numerosos hijos, amores y amantes secretos, promesas incumplidas, cuentos de la lechera, sueños desvanecidos.
Una sociedad de mentira
Antonio Buero Vallejo abrió el campo dramático de una sociedad de posguerra que debía sustentarse con mucho trabajo, con mucho ardor, con mucho esfuerzo. Había que ser discreto, educado, no sacar los pies del tiesto, como se decía entonces, a pesar de engaños, frustraciones, cuentos sin final feliz.
Era una sociedad de mentira, de alguna manera, de zancadillas, de amargura disimulada, de pisos sin ascensor, de descansillos de secretos a voces compartidos, de relaciones frustradas y anhelos en el aire. La palabra felicidad no existía, era lo que había, y eso era conformarse.
Helena Pimenta nos trae un gran montaje de aquella época, de tres décadas de la primera mitad del siglo XX, con sus miserias, con sus miedos, con la caricatura trágica de cientos de escaleras comunitarias, grises, a modo de niebla permanente, sin tiempo para reír, y sin discursos pomposos referidos al progreso o a un futuro que tampoco reunía alicientes.
Puesta en escena excepcional
Se personifica la escalera. Es la Historia de una escalera, como si tuviera vida propia, como si fuera la propia escalera, con su barandilla y sus ventanucos, sus pasillos, su hueco, por los que se escapa el aliento, las vidas transcurren anodinas, se repiten los hechos, nadie escapa de su rutina. No se dice en el texto ni en la obra, pero es el tiempo de las misas, del rosario, de la comunión, del qué van a decir los vecinos, del ese es un buen partido, ese es un golfo, del no sueñes demasiado.
Una puesta en escena excepcional, cuidando todos los detalles, en algunos momentos hasta poéticos, muy bien resueltas las escenas de conflictos donde todo el elenco, absolutamente todos los intérpretes están magníficos, compenetrados, yendo a la desesperación sin demostrarlo, no vaya a ser que digan luego. Y decimos que, en algunos aspectos, nada hemos cambiado. Tan solo que ya no hay esa relación comunicación con nuestros vecinos, simplemente, porque no nos conocemos.
Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo, dirigida por Helena Pimenta, hasta el 30 de marzo en el Teatro Español
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