Hace mucho tiempo fui pediatra. Hace mucho tiempo dejé de serlo. Hace mucho tiempo, todos tuvimos que elegir ser valientes o no serlo, de diferentes formas, en casa o en el trabajo. Muchos éramos conscientes de la magnitud de lo que se nos avecinaba. Lo vimos venir pero pensamos que seríamos distintos. No supimos explicar que era frenar la curva. Como sociedad, como personas, hemos crecido, pero el precio ha sido demasiado alto.

Me piden que escriba sobre esto. No quiero, duele.

Progresivamente mi hospital aísla zonas por pacientes con COVID-19 y cada vez son más los médicos y el personal de enfermería que se destina a estos pacientes. Les das ánimos cuando te cruzas con ellos y te prestas solícito a ayudar, pero qué puedes hacer cuando desde hace más de 20 años estás acostumbrado a que tus pacientes no te digan que se ahogan. Afortunadamente, a los niños, a mis pacientes, prácticamente no les afecta. Sientes que tienes que hacer algo más, es hora de ser valiente, como tantos otros, no sabes cómo y comienzas a estudiar. Estudias más medicina básica que de COVID porque de esto todavía no se sabe mucho. Y una noche, de repente, viene un autobús de pacientes trasladados de otro hospital y por primera vez desde hace más de 20 años vuelves a auscultar a un adulto.

Aprendes a ponerte un EPI, pero inevitablemente te lo quitas mal. Y tu hospital cambia. No hay pacientes ni familiares en las consultas, ni en las escaleras, la cafetería se vacía y todos los pasillos se llenan de enjambres de enfermeras, auxiliares, celadores y personal de limpieza y los que entran en las habitaciones se visten cual gladiadores para luchar contra un enemigo invisible. Y aprendes a reconocer la sonrisa en los ojos a través de pantallas protectoras hechas por no sé quién, (gracias), porque pese a la que está cayendo, hay más risas que crispación. Y formas parte de un equipo junto con internistas, enfermeras, personal de mantenimiento, neumólogos, celadores, neurólogos, personal de limpieza, auxiliares, radiólogos, técnicos, intensivistas… muchos valientes.

Y tu UCI neonatal con sus incubadoras desaparece, y en su lugar colocan camas que de un día para otro están ocupadas por personas porque la 2ª UCI de adultos que ha creado el hospital ya está llena. Y se te ocurre que puedes aportar tu experiencia con la bronquiolitis, una enfermedad de los niños, que durante el invierno afecta a muchos de golpe y ocasiona que muchos niños a la vez necesiten asistencia respiratoria porque no respiran bien. Y haces pruebas para adaptar partes de respiradores neonatales, que ya no vas a usar, para que puedan ser útiles para los adultos. Y la dirección y tus compañeros de adultos creen que puede funcionar y las supervisoras consiguen material en tiempo record, gracias Arancha, gracias Desi, gracias Mónica.

Y empiezas a tener pacientes a tu cargo y odias más esta enfermedad porque ves cómo se ahogan y porque todo parece una película apocalíptica, pero la película es real y formas parte de ella. Te duele la cara y la cabeza por llevar mascarillas y pantallas pero sientes la medicina con intensidad como parte de ti y en estos momentos ser médico cobra un significado completo. Tus compañeros comienzan con fiebre, otro más. Se ha muerto un médico, una enfermera, otro más. No puedes hablar de esto con nadie que no esté pasando por lo mismo que tú, porque no lo puedes explicar. Y organizas tu cabeza para vivir sin pensar en mañana, deseando no tener fiebre, porque tienes un compromiso no escrito con tus compañeros y con Ana María, con Mercedes, con Ángel, con Juan Carlos,… tus pacientes.

Y vuelves a dormir mal y te levantas para estudiar y luego ir otra vez al hospital sin librar cuando todavía es de noche. Y sales otra vez más tarde de lo que te hubiese gustado. Y cuando llegas te quitas toda la ropa y frenas a tus hijos para que no te abracen porque todavía no te has lavado las manos. Y en la cena, Alba te dice, “papá, ¡te has quedado pillado!”. Desde hace un rato, estás pensando en poner una medicina a Ángel que has leído que puede funcionar, porque no está yendo tan bien como otros de tus pacientes, e inevitablemente sube un nudo a la garganta y se humedecen los ojos y ella no lo ve o no quiere verlo. Como tantas otras veces que en casa o en el coche escuchando la radio se te encoge el alma y te sube bilis amarga a la garganta por tantos que están en las residencias, que no se merecen esto, una generación a la que debemos tanto. Hay muchos valientes con ellos, pero no parecen suficientes.

Parece que la adaptación de estos respiradores junto con el resto de tratamientos empleados funciona evitando ingresos en la UCI y disminuye la presión en esta. Y empiezas a saber cómo se llaman sus nietos, en qué trabajó y hablas con su familia por teléfono. Vuelve a subir el maldito nudo cuando te dan más ánimos que tú noticias buenas a ellos, y la palabra que más escuchas es gracias. Algunos se van recuperando y oyes por primera vez un aplauso en un pasillo a lo lejos. Y progresivamente cada vez se oyen más, cuando alguien se va de alta. Es un sonido mágico, un bálsamo. Igual que cuando oyes por primera vez los aplausos de las ocho y sube otra vez ese nudo a la garganta, cuando te enteras de que tus hijos salen todos los días para aplaudir por los sanitarios y porque hoy Izaskun ha dicho que aplaudía por ti

Y Ana María y Mercedes se van de alta y se quieren citar contigo, pero les dices que tendrán que venir con sus nietos a tu consulta y lees la sonrisa en sus ojos porque llevan mascarilla. Pero no todos lo superan. Y alguien ha dicho que no puedes abrazar al hijo de José Domingo y te resistes, pero no puedes y le pasas un brazo por los hombros y aprietas, con fuerza. Es un gesto insólito en estos tiempos, pero te mira y lees el agradecimiento en sus ojos. Y esas gracias, no verbalizadas, significan, más que nunca, todo. Igual que cuando escuchas gracias al informar a Mercedes, la mujer de Ángel, que él se está muriendo. A través de la pantalla sabes que ella está viendo tus ojos húmedos y que nota ese condenado nudo en la garganta pese a que esté amortiguado el sonido por la mascarilla, pero no te importa. En la muerte se puede ser también muy valiente. Ángel sabe que se muere y no quiere que los suyos se contagien y que entren a despedirse. Pero no está solo, hay enfermeras y auxiliares día y noche con él, acompañando en la enfermedad, en la muerte, que está agazapada a los pies de su cama y acude inexorablemente tras una batalla de 1 mes. Por eso no te importa que ese nudo por fin se rompa y lloras al otro lado del teléfono, mientras informas a Olga, su hija, y ella no deja de decir gracias.

Esta es mi historia y me consta que es la de muchos valientes más. Hoy, escribiendo esto vuelvo a llorar. Quizás hay heridas que no cerrarán nunca. Vuelvo a ser pediatra, siempre seré sanitario.

Alejandro López Escobar es pediatra en HM Hospitales