“Aquí no es obligatorio ¿verdad?”, dice Esther que va con prisas a los juzgados de Plaza Castilla. Camina por la estación sin mascarilla. “Todo el mundo la lleva, voy mirando, yo me la acabo de guardar, ahora mismo, en el bolsillo. ¿Habrán cambiado?”, se pregunta. El caso de Esther es de los pocos que se encuentra uno en el Metro de Madrid donde la normativa de mascarillas que ha arrancado hoy permite entrar a la estación sin esta protección de la que no nos hemos separado los últimos dos años. Eso sí, dentro del tren hay que llevarla puesta. Nadie lo incumple.
Entrar en la hora punta del Metro de Madrid no deja dudas de muchas de las virtudes que desconocíamos, hasta ahora, de la mascarilla. Una bocanada de aire caliente y con mal olor sale por la puerta acompañando a los viajeros que se han bajado en la estación de Cuatro Caminos. La gran mayoría de los viajeros la lleva puesta.
Quien va del metro al autobús no se molesta en quitársela. El tiempo de Madrid de hoy acompaña y no sobra el cubrebocas que, en invierno, siempre es más cómodo de llevar. Juan Carlos espera un autobús y no espera a que llegue y subirse para ponérsela como dice la actualización de la Ley que explica cuándo y dónde hay que llevar puesta la mascarilla. “La llevo porque hay que coger autobuses”, explica. Pero además, le parece pronto quitársela. “No me fío, de momento, nunca se sabe cómo va a terminar la cosa”.
Dos años después de la pandemia de Covid, con docenas de cambios de normativas y casuísticas infinitas, una explicación tan indeterminada como la de Juan Carlos es tan válida como las del Ministerio de Sanidad. Ahora todos llevamos un Fernando Simón con nosotros que nos va diciendo lo que hay que hacer, o no, en cada momento.
“Se supone que ya no hay que llevarla y es una molestia trabajar con la mascarilla puesta. He aguantado dos años seguidos así”, asegura Franco, que atiende la barra de un bar en Bravo Murillo. No tiene miedo a estar con el rostro al descubierto. “Hay que normalizarlo, el Covid no va a desaparecer, es algo con lo que hay que convivir, creo que se tiene que ver como algo normal, no hay que tener miedo porque si no vamos a tener miedo toda la vida”, afirma.
María atiende una tienda de dulces en esta calle del popular barrio de Tetuán. Se pone la mascarilla cuando entramos. Prefiere ir despacio, “hoy es el primer día y de momento no me la voy a quitar”, asegura. “Quiero ir viendo un poco la respuesta de la gente”, añade, se justifica porque trabaja de cara al público. La velocidad no gusta en los cambios. “¿Ayer había virus y hoy no?”, se pregunta.
En una pequeña galería de alimentación en Valdeacederas donde tampoco es obligatorio llevar mascarilla, la mayoría de los comerciantes la lleva puesta. El carnicero se la pone cuando le preguntamos, “normalmente, si estoy solo, me la quito. Pero yo no estoy todavía tranquilo, esto no está terminado del todo”. Una clienta está “tan contenta sin mascarilla”, pero reconoce que se le ha olvidado en casa. Cuando terminamos de hablar, el frutero del puesto en el que estaba le dice en confidencia. “Entre usted y yo, tampoco es que usted fuera muy aficionada a la mascarilla”.
La Junta de Distrito de Tetuán de Madrid tiene a los ciudadanos esperando bajo la lluvia, tienen cita previa, pero la seca sala de espera, con gran separación entre las sillas, está vacía. Las normas Covid se mantienen estrictas, la mascarilla “se recomienda”, dice un cartel con fecha de hoy que no puede contravenir la norma. Pero en su interior el Covid organiza el espacio, gel hidroalcohólico al entrar, circuito de entrada y de salida y mamparas que separan a los funcionarios de los ciudadanos. Medidas poco efectivas contra un virus de transmisión aérea, pero ahí siguen, junto a otras medidas absurdas.
La confusión de las nuevas directrices reactiva a los policías de la pandemia. Estos vigilantes de la norma, que tienen conexión directa con el BOE, siguen implacables, como siempre. Uno de ellos, un señor mayor, se acerca a la única chica del andén que está sin mascarilla puesta. “No llevas mascarilla”, le increpa. “No, me la pondré al subir al metro, como dice el Gobierno”, contesta ella. “Muy bien”, le da su visto bueno y continúa su ronda.
Dos años después, las normas cambian, pero seguimos siendo los mismos: ni mejores ni peores, sin y con mascarillas. La vida sigue y el Covid, también.
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